Vayan donde “Nona”
La presente historia hace parte de “12 cuentos vividos”, serie de cuentos que estoy escribiendo. El escenario de ocurrencia es mi bello pueblo Puerto Escondido, en Córdoba.
El intrépido niño Fabito Jr. salía todas las mañanas bien temprano para ir a la escuela, vestido con pantalón cortico, zapatos “pepitos” negros, camisita blanca con tiradores y corte de cabello rapado con copete. En su recorrido por la calle principal del pueblo, polvorienta y llena de piedras, se extasiaba viendo la vista del mar y los alcatraces revolotear. Al llegar frente a una casa se detenía y se empinaba para ver con sus ojitos desorbitados, a través de una ventana, una escena que lo asustaba y lo hacía correr despavorido como alma que lleva el diablo y a la escuela llegaba temblando y “cagao” del susto. Su profesora nunca supo porque, pero yo, protagonista del cuento que les cuento, se los voy a contar.
Resulta que el pequeño Fabito siempre tuvo terror por las cosas relacionadas con la muerte, y lo que él miraba por esa ventana era un ataúd encaramado sobre un viejo escaparate en el cuarto donde dormía la señora “Nona”. Esa escena dantesca le recordaba una historia que había oído en la radionovela “Kaliman”, donde narraban como enterraban viva a una persona en un ataúd. El relato quedó fuertemente fijado en su memoria infantil y lo marco de por vida, por eso no entendía como esa viejita tenía el coraje de dormir con una cosa tan macabra en su cuarto. Cada vez que pasaba frente a su casa el niño sentía la curiosidad de ver ese cuadro que por mucho tiempo lo hizo sentir espanto por los ataúdes, y le daba miedo pasar cerca de funerarias y cementerios.
Como en esa época no había funerarias en el pueblo, la señora “Nona” mandó a hacer su caja mortuoria que guardaba en su cuarto. Cuando alguien moría de “repente” – como decían a una muerte inesperada – y no conseguían al carpintero para hacer el ataúd, alguien se acordaba de “Nona” y decía: “vayan donde Nona” que ella presta su caja.
El tiempo pasaba y “Nona” con 90 años se conservaba fuerte como el roble y veía morir a todo mundo en el pueblo. No se sabía quién sería el próximo huésped del cajón de “Nona” que siempre estaba disponible para el que lo necesitara. “Nona” lo prestaba con la condición de que se lo devolvieran igualito: de roble, pintado de negro y con dos almohadas blancas bien mullidas, una para la cabeza y otra para las piernas, porque decía que muerta iba a dormir bastante y no quería sufrir pesadillas por culpa de una mala postura de su cuerpo. Durante mucho tiempo el cajón de “Nona” salvo la patria a muchos muertos del pueblo.
El día que murió “Nona” no tenía su cajón, lo había prestado para el entierro del carpintero que murió primero, y como no había quien hiciera el cajón de “Nona” el de ella hubo que traerlo de otro pueblo.
Hoy nadie como “Nona” tiene un cajón en su casa esperando la parca y casi nadie vela sus muertos en casa. La tecnología permite seguir el velorio por internet. Las salas de velación de las funerarias son el lugar donde se reúnen familiares y amigos para despedir al difunto, cómodamente sentados, con aire acondicionado, en medio de tertulias o chateando, disfrutando de bebidas y quizás pronto del servicio de comida y licor incluidos.
Los seguros exequiales son “la plata que pagamos por lo que no queremos”: el estuche que guardara nuestra alma; acabaron la costumbre de mandar a hacer el cajón, pero al final la madera de un árbol nos servirá de pijama o por cremación nuestras cenizas volverán a la tierra. Es la realidad de la vida y después de muerta la calavera es ñata, y colorín colorao este cuento se ha acabado.
Nunca supe el nombre de “nona” pero gracias a ella escribí este, uno de mis “12 cuentos vividos”.