Edicion noviembre 23, 2024
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Los E-14 y la cultura de la trampa

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Columnista – Arcesio Romero Pérez

El intelectual mexicano Jesús Silva-Herzog en su libro La Casa de la contradicción, describe las contradicciones de la democracia y la representación multifactorial de este sistema, dentro de la cual destaca la “depuración de liderazgos y su condición instrumental para agregar las preferencias y demandas disímiles de la gente”. Y es precisamente a través de la agregación de preferencias del sistema electoral donde surge la necesidad de citar otra obra del autor, La idiotez de lo perfecto. Bajo esta frase simbólica se enmarcan los criterios de confianza, validación y aceptación de los resultados de unos comicios cargados de tensión entre los deseos, las aspiraciones populares y las posibilidades de consolidación de la democracia adolescente.

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En el sistema electoral colombiano los votos del preconteo se consignan en los formularios E-14, que son una especie de vademécum diligenciados por los jurados de votación de las mesas y “vigilados” por los testigos electorales. Violentar los E-14 equivale a sostener una relación no consensuada con la pureza del sistema electoral, es una expresión del ultraje de la dignidad y por demás, la demostración de lo que somos como sociedad y la reticencia que profesamos por abolir las malas costumbres y los antivalores que heredamos vaya a saber de quién. Porque como lo consigna Alejandro Gaviria en su último libro, La explosión controlada, “las reticencias epistemológicas riñen con las demandas de la futurología de la sociedad”. Pues, esas reticencias hablaron en las elecciones del pasado 29 de octubre a través del consenso de la trampa de algunos jurados, quienes en una concertación de voluntades mancillaron la confianza ciudadana y como “Garavitos modernos” forzaron los resultados en algunos centros de votación (por fortuna pocos) para contribuir a la causa de sus amigos o jefes políticos. Los notarios de la verdad electoral, nivelaron las mesas con la suma y resta de sus antojos y propiciaron, gracias a una lección de docencia mañosa, un animismo del 95% en torno a un candidato, a quien muchos de los residentes del lugar no alcanzaron a conocer ni en afiches.

Equivocarse adrede en la aritmética electoral básica, equivale a resquebrajar la obligación natural de un voluntariado, que, llamado a ser el árbitro de una elección, descarta la imparcialidad como conducta y opta por trastabillar en la oscuridad de la trampa previamente calculada. Y no solamente se yerra por la condición de humano imperfecto o por analfabetismo funcional, la enmendadura en el formato y la deformación jeroglífica de los números refleja un pesar superior: el compromiso de los Pitágoras electorales con una causa a costa de los anhelos de un pueblo sediento de transparencia. Si, de una sociedad que sueña con un nuevo comienzo, donde la renovación de las esperanzas no sea ultrajada por los jueces del arbitrio, quienes “evitable” contumacia refrendan el testimonio de su afrenta.

Sobra decir, que, en la mayoría de las ocasiones, como en la novela Nostromo de Joseph Conrad, este absurdo del clientelismo se alimenta de la complacencia esbirra de quienes, al servicio de la ilegalidad, festejan las astucias premeditadas por los patrones del mal de nuestra política. Si, de aquellos que al encontrarse en los escrutinios con la doncella recién despojada de su inocencia, se dedican a defender con vehemencia sus triunfos espurios y las fechorías de sus siervos.

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