LA GRANDEZA DE LAS IDEAS
“Ya tenemos el poder, ahora que vengan las ideas”. Es una frase que se le atribuye a Benito Mussolini, el líder fascista de la Italia en post guerra mundial.
Sus lecciones son muchas. La primera, que alcanzar el poder en ocasiones está atado fuertemente a la forma como logres convencer a unos ciudadanos de que lo que tú propones es lo que más les conviene en momentos de crisis. La marcha sobre Roma, como se le llamó al movimiento que lo encumbró, lo hizo investir de enormes facultades para gobernar su país con alto desempleo, inflación y pobreza – ¿Les suena familiar? -.
Obnubilados, algunos acuden a un llamado que siempre despierta las emociones colectivas para controvertir una imposición extranjera, una carga histórica o una inacción del régimen gobernante frente a las necesidades sobrevinientes de sus gobernados. Es la efervescencia de una ofensa general, una exigencia absurda, una opresiva actitud foránea.
La habilidad del político puede llegar incluso a hacer ver sus soluciones como las mejores, aun cuando en la práctica disten demasiado de lo que de verdad se necesita.
La segunda, que son los hechos que rodean el momento histórico los que facilitan encender la chispa de protesta, de búsqueda de cambio, de urgencia de mirar al lado contrario del responsable del poder en determinado momento. En ese otro lado se encuentran varios actores, todos ansiosos por encarnar la confianza de la gente. Y surge la competencia despiadada por hacerse con el poder. Lo que es bueno porque abre la contienda a una lucha por las ideas que puedan desenmarañar, desenredar el conflicto social dominante.
De haber estado en esta época, don Benito hubiera tenido que acudir a un influencer. Un creador de contenido. Un experto hábil en redes sociales, aquellas que, como una telaraña vieja, producen un alto impacto en lo que la gente anda buscando, peor aún, en aquello que no andan buscando pero que por virtud de ellos se les convierte en dogma de fe y sobre todo, les genera una inexplicable confianza.
Los contenidos incluyen formas de réplicas a la voz de alguien, con las que buscan convencer a una cantidad de seguidores que la idea en promoción es una especie de tabla salvadora del buen paladar, del bien divertirse o de la mejor elección política para el futuro de su país. Lo que piensen los mayores es algo desueto. Agitan las banderas de las diferencias, ya que no hay nada más fuera de redes que llegar a parecerse a personas odiosas, pasadas de moda. Claro que, para llegar a eso, primero hay que crear a “los fuera de moda”, darles un arquetipo, amarrarlos a un modelo y ponerles un lastre social de tal magnitud que la gente se sienta contaminada si llega a pisar el mismo suelo que ellos. Una epidemia, ni más ni menos.
Tenemos influencers en el congreso. Algunos destacados por buenos parlamentarios. Otros destacados por ausentistas, poca seriedad en debates y poco compromiso con la tarea legislativa.
Tenemos también las bodegas. Grupos de personas que acumulan mensajes para aupar a su clientela y destrozar las ideas ajenas a aquellas de quien los tiene en nómina. Son efectivos, puesto que luego de crear al “enemigo” le inculcan a la fanaticada, con mentiras y medias verdades, un esculpido cuerpo diabólico, digno de una película de terror. Y la gente los sigue. Por montones, miles, cientos de miles.
Podría decirse que las bodegas y sus bodegueros pueden ser usados por igual por cada sector involucrado en política. Pero no es así. Algunos grupos tienen limitaciones éticas. No están dispuestos a promocionar mentiras, calumnias ni acudir a improperios solo para ganar adeptos, ergo unas elecciones. ¿Es eso una debilidad de la actual forma de ejercer tan criticada actividad, la política, denostada por muchos? Es una cruda realidad.
Hay peleas desiguales en esto. Las reglas no son las mismas. O aun cuando lo sean, violarlas es tentador para algunos, casi que mandatorio. No hay control efectivo para evitar que la propagación difamatoria logre llegar al común de la gente. No es de ahora, hace mucho tiempo algunos líderes se han servido de estos mecanismos para apoyar su acción en un respaldo popular engañado. Claro que el advenimiento de las redes ha facilitado que se llegue a más gente. Y el desgaste de desmentir, de controvertir las afirmaciones bodegueras, es toda una jornada de alto riesgo.
Nos enfrentaremos a lo mismo, de pronto peor, en las siguientes justas electorales. Hay gente que no come cuento, que sabe lo torcido que puede haber en las persecuciones de las bodegas. Pero el daño se va a vivir.
¿Existe forma de evitar esta descarga, esta confrontación? Es prácticamente imposible. Las regulaciones no terminan de expedirse cuando ya se encuentra la forma de evadirlas. Hecha la ley, hecha la trampa. Convivir con el sistema ha sido siempre la necesidad de adaptación humana a los cambios sobrevinientes de la tecnología.
Pero, sin embargo, la importancia radica en que lo primero sean las ideas, aquellas que por propositivas sean susceptibles, indispensables, de ser atacadas. La bodega de reacción es de por sí un eco a la idea, facilita que la gente se pregunte cuál es su pretendido, su relación con la situación nacional, incluso la razón por la cual la atacan.
La otra cara de la moneda es su escasez. Poco se profundiza en ellas. ¡Cuánta falta hacen esas ideas! ¡Cuánto necesitamos de coger un tema crítico y exponerlo para que las respuestas se debatan a la luz pública!