Edicion septiembre 19, 2024

La desmesura del tiempo y la finitud de la vida

Columnista - Amylkar Acosta

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“El arte es largo y la vida es breve” Goethe.

 

Columnista – Amylkar D. Acosta Medina
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Como dice la canción de la Billo´s Caracas Boys, un año que viene y otro que se va, estamos en modo Navidad, a ahorcajadas de uno y otro año, ocasión propicia para la reflexión, la meditación, para los buenos propósitos, en medio del jolgorio y los festejos para unos y la tristeza y remembranzas para otros, entre quienes me cuento, que hemos perdido en el curso del año que se nos escapa sin remedio como el agua entre los dedos a nuestros seres queridos. Ocupémonos del correlato y la interacción entre el tiempo y la vida.

No todos los países del mundo se rigen por el mismo calendario, el chino es diferente al hebreo y este muy diferente al hindú, el musulmán, el persa y el budista. Al nuestro le cupo en suerte el calendario gregoriano, el más extendido en el mundo, promovido en 1582 por el Papa Gregorio XIII, reemplazando el juliano, instaurado por Julio Cesar en su cuarto de hora en el año 46 antes de cristo. El calendario juliano, a su vez se originó en el egipcio que fue el primer calendario solar del cual se tenga noticia, cuya duración era de 365.25 días. Desde entonces, será, que se distingue entre días calendario y días laborales. Claro está que, si la dominación árabe de la península ibérica, que perduró por 8 siglos, se hubiera prolongado más allá de 1492, a lo mejor nos regiríamos por el calendario musulmán, habríamos abrazado su credo y estaríamos hablando árabe.

Pero, cabe preguntarse, cómo se han apañado las distintas civilizaciones desde épocas inmemoriales para medir el tiempo, para cronometrarlo y agendarlo sin tener un claro referente. El filósofo y astrónomo alejandrino Claudio Ptolomeo (100 – 170), con su postulado hacia el año 140 después de Cristo de la teoría geocéntrica, tal vez inspirada en el libro de Génesis de la Sagrada escritura, logró que se siguiera a pie juntillas como si fuera una verdad revelada durante 14 siglos, manteniendo hasta entonces despistada y embaucada a la humanidad entera.

Hasta Nicolás Copérnico (1473 – 1543), con su teoría heliocéntrica y Galileo Galilei (1564 – 1642), era indiscutible que la tierra era el epicentro cósmico, el centro del universo, en torno a la cual giraban todos los demás planetas, con ellos el sol vino a ocupar su lugar como centro de gravedad del sistema solar, del cual el planeta tierra es uno más, y se erigió en el astro rey. Gracias a ellos, a su invaluable aporte al conocimiento científico y sentaron las bases para que años más tarde, 5 de julio de 1687, se revelara por parte de Isaac Newton en su libro Philosophiae Naturalis Principia Mathematica su Ley de gravitación universal.

Otro tanto ocurre con el tiempo, que su propia naturaleza es inconmensurable: todos creemos tener un claro concepto sobre él; sin embargo, tiende a complicarse cuando intentamos definirlo. Abrigamos la falsa impresión de que es el tiempo el que transcurre con las horas que indican las manecillas del reloj, cuando somos nosotros quienes discurrimos sobre su propia dimensión. Se suele decir coloquialmente que el tiempo que se va no vuelve, cuando la verdad monda y lironda es que el tiempo es estacionario y quienes nos vamos somos nosotros. Las horas y los días calendarios, constituyen algo convencional establecido por el hombre como máximo expresión de su finitud; pero, al hacer abstracción de su origen primigenio, se convierte en una especie de fetiche, que cobra vida propia. Para comprender, entonces, la verdadera dimensión del tiempo, tenemos que comenzar por su desmitificación.

Concluyamos citando un aparte del célebre poema del brasilero Mario de Andrade, Mi alma tiene prisa: “conté mis años y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante que el que viví hasta ahora”. ¡Después de esta constatación no queda más remedio que vivir intensamente el resto de nuestros días como si fueran el último sorbo de nuestra existencia!

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