Edicion septiembre 19, 2024

Faltan premios de montaña

Columnista - Nelson R. Amaya

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Columnista – Nelson R. Amaya

En todas las  ocasiones del siglo pasado, la lista de aspirantes a la presidencia de Colombia se concentraba en un conservatismo, siempre a la derecha del pensamiento político, innovador en normativas del campo, y un liberalismo, con lo detestable del centro -no importa cómo pienses, siempre que  votes por mí-, y una que otra veleidad hacia la izquierda, de labios para afuera, salvo los López, que tenían una visión vanguardista en lo social. Irrumpió en el escenario la aventura populista del General Rojas, gran ejecutor de obras públicas en su gobierno -no hay pueblo colombiano que no registre una de ellas-, y retador cuasi-exitoso de los acuerdos del frente nacional en 1970. La izquierda comunista debía siempre conformarse con unos cien mil votos, que le daban apenas para seguir figurando en el panorama nacional, con la circunstancia patética de que, además de ser cuatro gatos, se dividían entre veinte partidos.

La profusión de partidos políticos desmembrados de los dos dominantes del siglo veinte y del surgimiento de un caudillo que optó por apartarse de ellos y socavar sus estructuras desuetas, anquilosadas y poco ambiciosas, el doctor Álvaro Uribe Vélez, nos puso a ver la política de otra manera desde principios de este siglo. Uribe enfrentó con apabullante éxito a su rival liberal en varias ocasiones, logró fraccionar al conservatismo y arrebatarle una buena tajada de líderes regionales, a quienes agrupó con algunos provenientes del liberalismo; sumó a estas fuerzas tradicionales unas nuevas figuras de su cosecha, formados por él e impulsados a la vida pública gracias a los espacios que les abrió, y por encima de todo obtuvo un respaldo popular sin antecedentes en el país. Hizo de la guerra a la guerrilla una bandera, muy en línea con el pensamiento generalizado de que los alzados en armas pocas ganas tenían de hacer la paz en medio de los lucrativos secuestros, pescas milagrosas y extorsiones,  y potencializados en su poder por el manejo del narcotráfico, la gran estructura financiera de farc y elenos. Sendos fracasos de diálogo en varios gobiernos demostraban a todos que había que combatirlos con decisión operativa, una gerencia pública sin dubitaciones y con gran capacidad de trabajo, la principal característica que con su memoria prodigiosa y un liderazgo claro, demasiado omnipresente, le dieron a Álvaro Uribe los privilegios de gobernarnos por dos periodos consecutivos, en contra de la tradición rotativa cada cuatro años que se había impuesto en Colombia por un siglo. Propició la creación de dos partidos, la U -que utiliza esa letra para simbolizar la primera del apellido de quien motivó su surgimiento- y el Centro Democrático, partidos éstos con quienes eligió sus dos sucesores.

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 Uribe encarnó en las ideas en Colombia una línea conservadora por esencia, de confrontación  con los alzados en armas en vez de negociar con ellos, convencido de que su derrota militar los llevaría al diálogo en condiciones favorables para el estado. Logró darles golpes certeros a las farc, a pesar de la fortaleza conseguida con el negocio del narcotráfico y las escampadas en territorio venezolano. Santos, su sucesor elegido con sus banderas, inició negociaciones, sin reconocer el factor de privilegio institucional que le otorgaba el desmantelamiento de las cabezas guerrilleras por muertes en acciones militares durante los mandatos de Uribe. Las conversaciones acusaron una falta de carácter del gobierno, un afán por firmar -aun cuando lo hicieron luego de cuatro años de ires y venires- que desdibujó la esencia de un diálogo de esta naturaleza, como si la historia reclamara firmas y no acuerdos con profunda base democrática.

Total, el pacto mismo y  los hechos posteriores a él, cuya no ratificación popular terminó siendo un viacrucis para el gobierno Santos, sumado a  la actitud altiva y pendenciera de los miembros de la farc que se reintegraron y al regreso de  líderes de las negociaciones a la subversión y al fructífero negocio del narcotráfico, dejaron al país en un grado de polarización alto, fraccionado en dos mitades, sin haber podido encontrar aún la forma de conciliar las bases de la sociedad.

Subieron  los ánimos de la gente. Algunos descargaron sus descontentos en protestas sociales válidas, desfiguradas por las organizaciones anárquicas que se entremezclaban con los reclamantes de oportunidades en empleo y educación. A diferencia de Chile, donde los abanderados de los levantamientos populares lograron llevar a la presidencia de ese país a uno de ellos, en Colombia brillan por su ausencia en el proceso electoral los jóvenes que pusieron las bases de los reclamos por equidad y mejores espacios civiles.

El ambiente visceral que vivimos ha generado una  sordina al  debate presidencial y le ha  quitado altura, convertiendo en harapos  cualquier propuesta seria que esbocen aspirantes ídem al cargo. Lamentable situación para el estímulo al votante, por fortuna superable en estos meses que quedan para llegar a la primera vuelta, con el premio de montaña de marzo en las definiciones de aspirantes en las coaliciones.

Ahora es cuando viene lo bueno.

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