La postmodernidad nos ha sumergido en un “Estado de emergencia emocional”, una fracción del tiempo en el cual las certezas se desvanecen para darle paso a las ficciones y sus múltiples derivaciones fantásticas. Asistimos al desplazamiento del poder político hacia la inconfortable banalidad de las burbujas encrespadas en las redes sociales. Unas redes donde son atrapadas la atención y se anima una feligresía de simpatizantes, adormitada por la fidelización a los ideales del neoradicalismo. En ese vaivén, que la apología de las trincheras digitales ofrece, hierven sentimientos extremos de la conciencia humana que nos arrastran por el fangoso odio de la polarización y la estigmatización del diferente, del opositor al “Yo”, a quien consideramos un estorbo y, por ende, prescindible intelectual, moral y hasta físicamente.
El espasmo que produce esa demagogia ficcional, nos aliena, además, en el limbo de la autoinflamación racional; si, en una especie de super ego, que envuelve la corteza mental y se encarga, al mejor estilo kafkiano, de reflejar en el espejo el ogro inmenso y amorfo que reúne todas nuestras superioridades posibles e imposibles. Esa desfiguración de la autocomplacencia y la vanagloria, tiene al primer mandatario nacional postrado en el trono de sus desaciertos, los cuales solo reciben aplausos por parte de los cortesanos de palacio y de una primera línea conformada por los apóstatas de la racionalidad. Sin embargo, y ante la imposibilidad de alcanzar la gracia plausible de los demás ciudadanos, el presidente acude al poder popular para lograr una de sus principales aspiraciones, controlar todos los poderes del Estado. Y en virtud a ese propósito innoble, aupado por la grandilocuencia que lo caracteriza, trata de capitalizar la verborrea en acciones para generar anarquía y un clima de enfrentamientos que favorezca su permanencia en el cargo y avale sus pretensiones pseudodictatoriales.
El ambiente político colombiano yace plagado del desatino y el desprestigio de la institucionalidad, gracias a los desatinos y desvaríos de presidencialismo y a las nuevas formas de hacer las “las cosas del pasado” que tanto criticaron, y que ahora, disfrazadas como “cambio”, son consideradas acciones legitimas de renovación y revolución. Una revolución que amén de lucir retrograda, solo nos ha mostrado pinceladas de maestría de ineficiencia y desidia rampante. Y todo, como consecuencia del despliegue exponencial de las formas más detestables de administrar la cosa pública: corrupción, nepotismo, concurso de privilegios, sordidez, despilfarro, suntuosidad, procrastinación, y finalmente, el peor de sus males, la adulación al mandatario. Por todas esas evidentes manifestaciones, asistimos, casi a mitad del período presidencial, a un periodo de gobierno que utiliza el método Niksen como paradigma de inacción y transformación inversa. Es bueno precisar que Niksen es “un término de origen holandés que define la inactividad del individuo con la intención de apaciguar la mente para recuperar la productividad, la eficacia y la agilidad mental”. Sin embargo, en desatención de ese objetivo, al gobierno nacional se le puede rotular como la Administración Niksen, pues se dedica a “no hacer nada” y a mantener al Estado en “un estado físico y mental de reposo”.
Las consecuencias previstas por la ineficacia del gobierno Niksen es la desconfiguración de la república. Dado que, en función de la gradualidad pasmosa, se comporta como un mastodonte torpe, que, embriagado por todos los vicios, no es capaz de timonear un navío atiborrado de polizones en los camarotes de primera clase. Por esa razón fundamental y en el anhelo de prever una hecatombe, se acusa con buen recibo la propuesta de varios sectores de la opinión nacional de crear el cargo del Psiquiatra General de la Nación, cuya función principal sería practicar, con urgencia, una terapia de choque que trate la demencia y los malestares del alma de un país que en manos de Aureliano está condenado a sucumbir.