Edicion octubre 6, 2024

En dónde estás que no te veo

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En dónde estás que no te veo

Columnista – Aaron Parodi Quiroga.

Mayo de 1977, la temperatura en el sur de la península de La Guajira alcanzaba picos históricos; aun bajo la sombra de los frondosos árboles que adornaban el paisaje provinciano, la sensación térmica era muy alta, casi cuarenta grados centígrados. Por esos días, ni el diablo se asomaba por aquella región; huyendo del calor extremo buscó tierras más altas y frías en la serranía del Perijá.
Fonseca era una villa encantadora; casitas de bahareque delineaban sus calles estrechas y polvorientas, arropadas por un cielo azul intenso que casi podía tocarse con las manos. En la plaza principal la torre de la iglesia se alzaba hidalga en la esquina que marcaba el límite de la zona urbana y el camino que llevaba al río Ranchería el cual bañaba los fértiles campos de arroz. Era una provincia próspera, de gente humilde, atenta y trabajadora en donde convivían plácidos, como hermanos, el hacendado y el peón.
El corazón del pueblo estaba atravesado por la carretera que unía a las capitales de La Guajira y el departamento del Cesar; de punta a punta, se podía apreciar gigantescos árboles de laurel de la india, sus ramas se entrelazaban formando un túnel natural, tal vez la característica más notable y apreciada por sus pobladores. A la sombra de aquellas cornáceas, se desarrollaba la vida social de los parroquianos, era el club social criollo de una sociedad en ciernes.
El servicio de energía eléctrica era intermitente, deficiente y por sectores, pero no se necesitaba mucho; vivir sin luz artificial era parte de la “normalidad” del pueblo y las ventiscas que se escapaban de las brisas del nordeste y viajaban hasta el sur, le daban a las noches estrelladas un toque melancólico, romántico.
Ni siquiera había neveras en las casas, era suficiente la planta de hielo de don Lasides Ovalle. Los televisores no se necesitaban, los más viejos se encargaban de alimentar la fantasía de los menores con historias de esta vida y de la otra que contaban por horas en la placidez de las noches sin luna, mientras a lo lejos se escuchaba las notas lastimeras de un acordeón, y la vida era alumbrada con lamparitas de petróleo o hachones de querosene.
La falta de fluido eléctrico o los apagones que duraban días enteros, jamás molestó a nadie, hasta ese año; los calores hicieron insoportable la vida sin un ventilador.  A ninguna hora del día o de la noche había sosiego; las clases en los colegios se suspendían a mitad de mañana; profesores y alumnos corrían al río para refrescarse en las corrientes de agua fría que descendían de la sierra nevada.
Yo cursaba mi primer año de bachillerato, un mundo nuevo. Atrás quedaron los pantalones cortos, la lonchera y el maletín con Pinocho pintado en la cubierta. Comenzaba mi periplo por el mundo angustiante de los grandes; las canciones de rondas infantiles le dieron paso a los versos reflexivos, a veces anti sonantes, de Silvio Rodríguez, Alí Primera y Pablo Milanés y la maestra regañona y maternal de la primaria, fue cambiada por varios profesores, diferentes todos, desafiantes algunos, pensadores todos.
Crecíamos y el pueblo con nosotros. En cualquier esquina de cualquier día germinó el descontento por la situación eléctrica del pueblo. Comenzó como la conversación desprevenida de dos parroquianos que estimaron que sin luz, el progreso nunca llegaría y que no estaba bien padecer, sin un abanico, los rigores de un mundo que comenzaba a sobrecalentarse.
La inconformidad creció y terminó por convertirse en el clamor generalizado de una comunidad que clamaba, sin respuesta alguna de las autoridades, condiciones de vida más dignas. Las discusiones sobre la precariedad de los servicios públicos, se convirtieron en el tema principal en las aulas de clase, las reuniones familiares y los corrillos callejeros.
El aire caliente que por esos días se respiraba hinchó la rabia colectiva que corría como lava por las calles; la gente anhelaba bienestar, las noches estrelladas a nadie le interesaban ya, se despertó una consciencia que pudo dimensionar el retraso social en que la ineficacia y la corrupción de sus gobernantes los había sumido y no estaban dispuestos a continuar así.
Por esos días se levantaron los primeros líderes que en las escuelas y en los barrios animaban a la sociedad a exigir unida la vindicación de sus derechos mínimos. Era un movimiento incipiente, una flama débil que habría de avivarse hasta convertirse en un incendio incontrolable, descomunal, a causa de una tragedia que enlutó la comarca y que hasta el día de hoy recuerdo con dolor.
La noche estaba tranquila, oscura, incierta. Dentro de la casita de madera, los padres dialogaban en voz baja, mientras sus cinco hijos jugaban a los carritos en el piso de tierra de la cabaña; les preocupaba una sola cosa, la cena de ese día, la oscuridad había cubierto el mundo y no tenían ni pan ni dinero para calmar el hambre de sus niños.
Era una familia pobre, como casi todas, sin oportunidades ni futuro aparente, la tarea más grande era sobrevivir cada día y ese en particular fue riguroso con ellos.
Desesperados decidieron salir ambos en diferentes direcciones; pensaron que así, alguno de los dos podría encontrar una mano amiga que pudiera ayudarlos a solventar la situación y calmar así el dolor de las tripas que a esa hora era insoportable, apenas superado por la angustia que en el alma siente un padre cuando no puede proveer el pan a su familia.
Dejaron a los niños a cargo del hijo mayor, un muchachito de trece años apenas, iluminaron el cuartucho con dos hachones que ubicaron en los extremos de la habitación, uno sobre una mesa pequeña y el otro sobe una silla enclenque al pie de la cama en donde dormían los tres hijos menores, y se fueron sin esperanza a rebuscar comida para su familia.
Caminaron de arriba abajo cada calle sin resultado, era muy tarde, la mayoría de sus conocidos ya dormían. Amparados en la oscuridad lloraron en silencio y lamentaron su suerte de gente pobre, esa sería otra noche sin comer; una andanada de pensamientos derrotistas los inundó: ¿cuánto más podrían resistir aquella situación? ¿Qué más les podría suceder para sellar su desdicha? ¿Por qué a ellos les costaba tanto vivir?
En la casita los niños, uno a uno, se fueron durmiendo; cayeron profundo, devastados, todos miraban la puerta, esperaban que aparecieran papá y mamá con pan en sus manos. En el catre se acomodaron en desorden, desconsolados y desvencijados, con la única esperanza de que el sueño fuera superior a sus dolores, eran una masa amorfa de brazos y piernas que salían de la camita, que era tan incómoda como su existencia.
Nadie supo qué pasó aquella noche, todo lo que se pudo hacer fue especular. Lo único cierto es que cuando los padres regresaron encontraron su casa hecha cenizas y los cuerpitos de sus hijos completamente calcinados.
Ese fue el detonante de la revuelta más grande de la cual yo tenga memoria. Todo el pueblo se levantó iracundo, dolido. Los colegios marcharon en protesta pública, las entradas al pueblo fueron bloqueadas, por semanas no se permitió la entrada o salida de ningún vehículo, Fonseca estaba literalmente paralizado, la arenga era una sola: En dónde estás que no te veo, agua, luz y aseo…
 A fuerza de protestar se consiguió que la prestación de los servicios mejorara algo, no mucho. Después de tantos años, aquel papá que quedó sin hijos una noche sin luz, aún camina con la cabeza baja, el dolor es imborrable en su rostro.
Casi cuatro décadas después de aquella infausta noche, en mi Guajira las cosas no han cambiado mucho, para que un servicio público mejore, o para que se arregle una carretera, o para que los servicios de salud se presten con respeto de la dignidad humana, debe suceder una tragedia o el pueblo se tiene que levantar en pie de lucha; ¿hasta cuándo?
Cuando por casualidad escuche que en La Guajira los hombres no viven, sino sobreviven, ahora usted entenderá porqué.

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