El sombrero del palabrero… entre el respeto a la palabra y la indignidad
“Me robaron el sombrero, y yo sé quién me lo tiene, hombrecitos majaderos como si fueran mujeres”.
Fue en un disco de 45 revoluciones por minuto cuando Juancho Polo Valencia, genio y figura hasta la sepultura, dio a conocer en 1971 la primera versión de la canción titulada “Me robaron el sombrero”, de la autoría de Adolfo Echeverría. Apareció en el pequeño acetato del lado A, y en el lado B “Saludo a Venezuela”. Esta fue una de las pocas canciones de otros autores que grabó. Esa obra musical la hemos recordado a propósito de un tema preocupante que hace referencia a un sombrero muy especial.
Como se sabe, no hay ranchería, mercado público, centro comercial, parranda, festival, reunión institucional, posesión presidencial, manifestación política, Coca-Cola bailable, cabo de año, segundo velorio, sepelio, estadio, tómbola o recocha donde no encontremos a alguien que, con justificado orgullo, tenga sobre su mollera un “Sombrero del Palabrero”. Este no es para nuestros hermanos Wayuu una simple prenda de vestir; ha sido, desde tiempos pretéritos y por decisión de los sabios abuelos, un símbolo de respeto a la palabra, de prudencia, inteligencia natural, transparencia y cabeza fría para pensar y salvaguardar los mecanismos alternativos de solución de conflictos.
Todo lo anterior lo atesoramos en nuestra mente y nuestro corazón por las enseñanzas que recibimos de los mayores que ya no están. Les preguntábamos, en nuestra inocencia supina, por qué los indígenas de la etnia Wayuu usaban esos sombreros, que no eran muy usuales entre los alijunas. Es el motivo por el cual hemos considerado necesario manifestar nuestra preocupación. Somos conscientes de que nuestro sombrero emblemático se ha popularizado. Ha ingresado entre los productos artesanales más consumidos por los turistas y los viajeros en general, además de ser usado en las fiestas de los pueblos, por hombres y mujeres, jóvenes y adultos mayores, debido a su significado, su excelente calidad y algo muy importante, pero a la vez peligroso para su buena reputación: su personalización con el nombre de quien lo usa. Es un avance extraordinario, de buen recibo, apreciado y un detalle inigualable cuando queremos halagar a otras personas, pero ahí también está el problema.
Los guajiros, como buenos anfitriones, cuando llegan al territorio personajes importantes, además de ofrecerles nuestra gastronomía típica, que incluye el friche, con sangre y/o sin ella, chivo guisado, asado, en sopa, o mi plato preferido, el arroz de cecina con plátano amarillo asado, como parte del protocolo les colocan en la cabeza el típico sombrero al que nos estamos refiriendo, debidamente marcado por quien lo tejió con el nombre del visitante. Desde luego, esa es la tapa de la cajeta para que ese forastero se sienta como en casa.
Hasta ahí todo va bien. El caso es que, como sostuvimos en nuestra intervención en un foro académico reciente, pienso que no todo el mundo merece llevar sobre su cabeza ese sombrero, porque su uso exige un comportamiento ético, transparente y respetuoso de los derechos e intereses colectivos, de respeto a la moralidad administrativa y al patrimonio público. Lo que viene sucediendo es que de cualquier matojo nos está saliendo la serpiente de la corrupción. Escondidos detrás del sombrero, llegan desde otras tierras a hacer daño a quienes han confiado en su palabra, sus buenas intenciones y sus atractivas promesas. Son culebras que muerden ante el menor descuido, lo que nos lleva a llamar la atención: hay que ser más cuidadosos al momento de colocar sobre la cabeza de “visitantes ilustres” un sombrero que es símbolo de la honestidad, la paz y la concordia de nuestros hermanos mayores, la etnia más representativa de Colombia, los Wayuu.
No puede ser posible que nos esté sucediendo que cuando se producen cuestionamientos, capturas o publicaciones de indiciados por actuaciones indecorosas en el manejo de escándalos por corrupción, los medios presenten al personaje en cuestión retratado precisamente con un sombrero Wayuu, especialmente elaborado para él, con el nombre en la frente. A esa frente le faltaron dedos para pensar mejor. Esa situación está pervirtiendo el significado de ese símbolo icónico de la honradez, la prudencia y la discreción. Ya hay mucha gente que, al ver uno de esos sombreros, no recuerda a los indígenas más maltratados en la historia republicana y a sus abuelos mediadores en conflictos, sino a los rateros que se enriquecen con su hambre y su sed, los culpables de su miseria. Es un asunto que merece especial atención, porque estamos seguros de que, como lo dijimos en nuestra crónica a propósito de un espinoso asunto en Aremasain: “Los usos y costumbres son incompatibles con las malas costumbres”.
Nuestra exhortación es a que reaccionemos. No podemos en La Guajira seguir pensando que todo el que viene es bueno como nosotros. No podemos seguir permitiendo que los magos que vienen a engañar, escondidos bajo nuestros sombreros, sigan burlándose de nuestros hermanos Wayuu, mientras aquí sobran aduladores que, tras sus propios intereses, encienden sahumerios ante ellos, transmitiendo al país el mensaje equivocado de que somos indignos, obsecuentes, sumisos y obedientes incondicionales. Por el contrario, nuestra actitud debe ser digna, respetuosa, pero contundente ante todo aquel que pretenda instrumentalizar a los Wayuu como fuente de enriquecimientos ilícitos. Hay que enseñarles a los jóvenes la importancia de cuidar y proteger los usos y costumbres, a que no se dejen usar para violar los derechos fundamentales de sus propias comunidades, sus propios hermanos, su propia gente. Que estudien para que luchen por los derechos ancestrales, y no para que se sumen a la minoría que vive como reyes utilizando a los Wayuu como una franquicia para su enriquecimiento personal.
Invitamos a las auténticas autoridades tradicionales Wayuu a exigir más respeto por el sombrero típico de sus Putchipu. No es una mera prenda para adornar el cuerpo o cubrirse del sol; es la sombra tutelar del valor de la palabra.
¡Cuánta falta nos hace Enrique Herrera Barros, “El Palabrero”! Si estuviera por aquí, muchas cosas no estarían sucediendo con su gente.