Él, es Alejandro
Aquel que su alma de niño, no dejó hasta sus 59 años. La nobleza de su espíritu, en todos quienes le amaban, el amor que sentía, en quienes le necesitaban, la alegría de sus palabras, en las sonrisas de quienes le escuchaban, ese era Alejandro, el mismo al que mi mamá llamaba con amor, “Gordo.” Lo admiraba profundamente por su inteligencia, fuerza y valentía, pero más aún por no temerle a la vida y menos a la muerte. En su lecho, la enfrentó, batalló y no doblegó sus brazos por vivir. Y cuando su turno llegó, su aliento expiró y solo quedó la luz para ver eternamente.
Alejandro, el que hizo galantería a su nombre, el que mi corazón amarra y seguro, desatará al suspiro de mi vida: A mis 27 años lo perdí, lo amé profundamente y más que una figura paternal, fue un amigo sin condiciones. A cinco años de su muerte, me atrevo a escribir sobre aquel suceso que lo cambió todo, para renacer en medio de las cenizas que deja el dolor, la pérdida y la frustración; sobre todo eso, papá, frustración. Lidiar con la pérdida parece no tener límites, hasta que comprendes que, en realidad, la muerte no es más que la gran derrota del ser humano.
Quiero agradecerte, papá, la formación que me diste, la fuerza y el coraje de mirar la vida con verraquera. Ese eras tú: el que no le faltaba pantalones para golpear la existencia, ni resistencia cuando el mundo se desmoronaba. Te debía este homenaje Papito, y hasta ahora pude hacerlo. En su momento me ensañaste que la gallardía es sello de nuestro apellido y que cuando llega la hora de la muerte se asume con dignidad. Con mares en mis ojos, te escribo esto sabiendo que eras mi fan número uno. Hasta pronto, papá. Creo que hay sonrisas después de la muerte. Honraré tú nombre hasta los confines de mi existencia. Y en nombre de mis hermanos y mi madre que nunca han dejado de amarte, enviamos besos a tu alma y amor por siempre. Porque ese eras tú, Alejandro, amor por siempre.