Donde nacen las canciones
Hace algunas semanas tuve un feliz reencuentro. Después de más de cuarenta años y gracias a la tecnología, volví a hablar con una de mis mejores amigas de la infancia y quizás la más recordada, Luisa Fernanda, la Negra, como la llama cariñosamente medio mundo.
Ella vive a cientos de kilómetros de Colombia, en Los Ángeles California, en el corazón mismo de la industria cinematográfica, donde afincó su vida junto a su esposo y su hija, que también son mi familia.
Hemos hablado algunas veces de los recuerdos de infancia en nuestro pueblo, del colegio en donde estudiamos el bachillerato, del parque donde jugamos a crecer y hemos abierto la pesada tapa del baúl de los recuerdos, de una etapa de la vida muy sencilla y feliz, de tiempos idos que tienen su valor propio, único e irrepetible.
Esta tarde conversamos de todo; me habló un poco de la nostalgia que por momentos siente al vivir tan lejos de su tierra, extraño a mis muertos, dijo trémula; supe que con frecuencia recorre, gracias a la tecnología satelital, las calles en las que creció, en su voz pude advertir melancolía.
También hablamos de tecnología. Sugirió, para mejorar mis condiciones de trabajo, que adquiriera ciertos equipos, que por su desempeño y sofisticación me serían herramientas de gran eficacia; por supuesto me sugirió algunas medicinas para los dolores que comienzan a aparecer sin explicación.
Esos fueron los extremos de nuestra charla, y nos despedimos. No entendí mucho el tema tecnológico, el de salud más o menos, pero el resto de la conversación me condujo imparable por los pasillos de mi niñez.
Evoqué con cariño tantos pasajes de esa época dorada; emergieron de entre la bruma de los años remembranzas que creía perdidas y las imágenes se reprodujeron en automático, sin prisa y sin descanso.
Divagué entre el presente y su impresionante avance tecnológico y el pasado tan simple de los años mozos, desprovisto de tantas cosas sin las cuales hoy sería imposible concebir la vida.
Recordé la oficina del telégrafo, el equivalente a una de las redes sociales de hoy día. Había un solo teléfono en todo el pueblo, funcionaba con monedas de veinte pesos, en mi mente pude ver de nuevo las colas que hacíamos todos, pobres y menos pobres esperando el turno para hacer una llamada.
Volví a sentir la arena de las calles sin cemento debajo de mis pies y suspiré por cada aguacero que me mojó mientras corría frenético al lado de mis amigos. Éramos felices y sí lo sabíamos.
Crecimos sin energía eléctrica, sin teatros, ni siquiera había una heladería, y no la necesitamos, los bolis de Naty Mendoza eran insuperables. La televisión era en blanco y negro, solo había dos canales nacionales y dos venezolanos que en La Guajira se veían perfectos.
Nunca tuvimos el conflicto moderno de tener tanta oferta televisiva y no saber qué ver. En nuestros tiempos ni siquiera la televisión era transmitida todo el día. Nos era suficiente el Hombre nuclear y la mujer biónica entre semana; los sábados era imperdible la Familia Ingals, Tom y Jerry y Animalada los domingos.
A las ocho de cada noche en mi casa se arremolinaban los vecinos para ver los novelones venezolanos, era un acontecimiento social; las incidencias de cada capítulo eran rememoradas el siguiente día por las señoras (mi madre incluida) con inusitado entusiasmo, no faltaba la que se atreviera a pronosticar los desenlaces del siguiente capítulo.
Los viernes, antes de la hora de la novela, transmitían un programa que concitaba a toda la familia. Era célebre y hoy tantas décadas después de grata recordación. Se llamaba Donde nacen las canciones, presentado y dirigido por el reconocido músico Jimmy Salcedo.
Cada semana eran invitado compositores destacados de la música nacional e internacional y en un espacio de media hora conversaban sobre sus creaciones. Era entretenido, nadie quería perderse la historia detrás de cada canción, saber cuál fue la musa inspiradora, el instrumento usado en la construcción y la manera en que fue dada a conocer al mundo.
Conocer la historia de las canciones que estaban de moda, las que ponían a bailar a todo el mundo o las que lograban sacar un suspiro, era algo iluminador, tenía el poder de hacernos más dueños de ellas y amigos cercanos de sus compositores, casi hermanos.
Después de ver cada programa de Jimmy Salcedo, cantábamos con conocimiento de causa, claro, habíamos recibido revelación, habíamos entrado a la intimidad creadora de un ser especial que podía poner en palabras y música lo que el resto de mortales no.
Inspirado en el efecto positivo que producía aquel programa, y porque hay poca probabilidad de que alguien me vaya a invitar — por ahora— a contar las peripecias acerca de la escritura y publicación de mi reciente libro El Callejón, he decidido compartir un poco de la historia que subyace en las ciento ochenta páginas que he cargado de historias, aventuras y humor.
Todo empezó hace poco más de un año. Recibí una llamada de mi hermano Aaron, reconocido editor y gestor cultural: Hermano, me dijo, quiero publicar un libro que recoja al menos un texto de cada uno de los que en la familia escribe. Él, por supuesto, sabía que yo escribía desde niño, así que insistió en que le diera algún escrito de mi rúbrica para incluirlo en el libro.
Mi línea de escritura era más de tipo conceptual: ensayos, textos académicos, columnas de opinión y ese tipo de cosas, de manera que sobre esa premisa me apoyé para negarme a escribir un texto que estuviera por fuera de esos géneros. Pero él insistió, así que accedí a escribir algo, más que nada, para salir del compromiso.
En el término convenido le entregué el escrito, era un cuento literario, lo titulé La llorona sí existe. Lo escribí en muy poco tiempo, a las carreras, sin detenerme mucho en asuntos de técnicas narrativas y otras florituras, solo escribí, para cumplir el compromiso, solo para ello.
Por toda respuesta, mi hermano me pidió que le escribiera uno más, después otro y así terminé garabateando seis cuentos que encabezan la obra Los Parodi, cuatro generaciones escribiendo. La crítica fue benévola, y los resultados favorables fueron capitalizados por el señor editor, para convencerme de seguir escribiendo algunos textos más de ese género literario.
La verdad, después de esa experiencia, no he podido dejar de escribir. Me acuesto pensando en alguna historia, construyo y deconstruyo mil veces las tramas, hago nacer o mato a algún personaje, juego con las figuras de la retórica en mi cabeza y me esmero por aplicar con rigor cada técnica a mi cause narrativo.
En enero del 2021, mi hermano decidió que era momento de publicar un libro de mi autoría, además, alguien que leyó mis escritos le manifestó que asumiría todos los costos que la publicación demandara. En menos de un mes, escribí todos los cuentos que componen El Callejón.
Son diez historias que recogen algunas de las escenas más pintorescas y amables de mi pueblo y de otras latitudes. Algunas tienen como escenario una calle angosta y vetusta en donde, aseguraban, habitaba el diablo; otras recorren espacios más universales, más comunes, pero todas están salpicadas de suspenso, intriga y humor.
El Callejón, ha sido mi feliz oportunidad de exorcizar mis temores, esos que se instalaron en mí siendo muy niño, cuando escuchaba sobrecogido las historias de terror que contaban las abuelas en las noches sin luz.
También, ha sido la ocasión para rendir homenaje a la cultura e idiosincrasia de mi tierra Guajira, no sin dejar de señalar con respeto y consideración los pasajes de nuestra historia vernácula menos afortunados, como la época de la bonanza marimbera y su danza de desafueros.
Por último, como soy consciente de que cada día me acerca al final del camino, escribir El Callejón ha sido mi contribución para perpetuar la memoria de mi pueblo, de sus gentes y sus costumbres, que poco a poco, como la vida, como los sueños, se va diluyendo en la inmensidad del mar que llamamos tiempo, con la esperanza de que las generaciones que nos suceden, puedan comprender por qué un guajiro jamás olvida su tierra.
Son las 12: 46 del día 15 de febrero de 2022, ha transcurrido un año desde que lo escribí. Hemos vivido un proceso riguroso de revisión, de reescritura, una pandemia (por poco se publica pos morten) y hoy finalmente El Callejón ha visto la luz. Disfruté mientras escribí cada línea, estoy seguro que disfrutará mientras lee cada línea.