
En La Guajira, cuando alguien se enferma de gravedad, no se pregunta qué tiene, sino a dónde lo van a mandar. No importa si es un niño, una madre o un abuelo: la respuesta casi siempre es la misma. “Lo remiten”. Como si en su propia tierra no tuviera derecho a vivir.
El traslado ya no es la excepción, sino la norma. Es el reflejo de una ausencia: la de un sistema que, por décadas, ha tratado a los guajiros como pacientes de segunda. Y eso duele. Aquí nacen vidas que deben partir para poder salvarse.
Muchos se preguntan por qué La Guajira es el único departamento de la Costa Caribe sin servicios de alta complejidad. La respuesta es tan cruda como injusta: se ha naturalizado que los guajiros deban ser trasladados para salvar su vida. Como si no fuera posible contar con UCI pediátrica especializada, cirugía cardiovascular, hemodinamia o atención oncológica aquí mismo.
El problema es estructural. Durante años, no se ha permitido que las clínicas y hospitales de La Guajira se fortalezcan. Se les ha relegado a lo básico, mientras los servicios de alta complejidad —que no solo salvan vidas, sino que también generan empleos de calidad, impulsan infraestructura y fortalecen la economía local— han sido monopolizados por IPS de otras ciudades. Así, los pacientes se han convertido en mercancía trasladable, y el departamento, en una simple fuente de captación, no de atención. Esta exclusión no es casual: es el resultado de intereses económicos que, con la complicidad del abandono institucional, han condenado a La Guajira a depender del afuera incluso para lo más urgente.
¿Y por qué ha sido así? Porque se les ha permitido. Durante décadas, ha faltado voluntad política, decisión local y una ciudadanía movilizada. Pero hoy algo cambia: un gobernador que comprende la urgencia, un alcalde de la ciudad capital comprometido, una Asamblea que se pronuncia, empresarios del sector salud que son de esta tierra y quieren aportar, y un pueblo que empieza a decir basta. Ya no se trata solo de tener alta complejidad: se trata de sanar con dignidad, aquí.
El riesgo es para todos. Incluso quien tiene recursos, si sufre un infarto, por ejemplo, no tiene a dónde acudir. Y el 86.1 % de la población está en régimen subsidiado: gente pobre, sin opciones. Cuando son remitidos, viven un exilio sanitario. Y sus acompañantes a menudo pasan hambre, duermen en sillas, enfrentan hospitales que no los entienden. Si son indígenas, la barrera del idioma agrava todo. Es una cadena de injusticias que no puede seguir siendo normal.

Este modelo de salud no es casual: es un negocio sostenido por décadas. Cuando una clínica del departamento decide ofrecer servicios de alta complejidad, tropieza con un muro: las EPS ya tienen contratos con clínicas de Valledupar, Santa Marta o Barranquilla, y desvían allá a sus afiliados, incluso cuando podrían atenderse en casa.
El resultado es tan costoso como cruel: las clínicas locales cierran estos servicios por inviabilidad. Y mientras tanto, el sistema gasta millones en ambulancias y traslados, fortaleciendo la economía de salud de otros departamentos… a costa de la vida guajira.
Un paciente debe recorrer, en promedio, más de 300 kilómetros para recibir atención especializada. No es solo un viaje: es una forma de exclusión.
Pero hoy se abre una oportunidad. He conversado con el gobernador, el alcalde de Riohacha, el presidente de la Asamblea, gerentes de hospitales y empresarios de la salud nacidos en esta tierra. No repiten discursos: entienden que el tiempo se agotó. Y que los guajiros tienen derecho a una salud digna, sin ser tratados como mercancía.
También hay voluntad en quienes han sostenido el sistema con esfuerzo: hospitales y clínicas que han resistido deudas, abandono y traslados injustos. Están listos para aportar, si existen condiciones reales para mantener servicios de alta complejidad.
La ciudadanía también despierta. Cada vez más personas —pacientes, cuidadores, médicos, líderes sociales— entienden que el silencio perpetúa el abandono. Que normalizar esta situación nos condena a repetirla.
Romper este círculo no es una utopía: es una decisión. Y como toda decisión ética, exige valentía. La Guajira no necesita más diagnósticos ni visitas vacías. Necesita un pacto territorial por la salud. No como eslogan, sino como compromiso real.
Un compromiso que permita contar con servicios propios, sostenibles, articulados al sistema nacional, pero con rostro guajiro. Que dignifique a los pacientes y también a quienes cuidan, gestionan y resisten.
Las autoridades locales —gobernador, alcaldes, Asamblea— no pueden resolverlo todo, pero sí ser vocero de los hospitales y clínicas, trabajadores de la salud y asociaciones de pacientes del departamento y articular a estas con el Gobierno Nacional, el Ministerio de Salud, la Superintendencia y las EPS. Su papel es insustituible: unir voces dispersas y alzarlas con firmeza.
No se trata solo de exigir, sino de proponer, planear con realismo. Y, sobre todo, de actuar. La salud no puede seguir siendo un negocio donde la vida vale menos que un traslado en ambulancia. La Guajira no es un botín. Es un territorio con historia, con dignidad, con derecho a sanar.






