Edicion mayo 31, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA

Sobrevivir al bullying: una reflexión que va más allá del silencio

Sobrevivir al bullying: una reflexión que va más allá del silencio
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Por: Angélica María Carrillo Durán

Médica cirujana graduada en la Universidad del Norte, convalidada en Brasil por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ). Especialista en Pediatría por la Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro (PUC-Rio), con convalidación otorgada por el Ministerio de Educación de Colombia. Actualmente en formación en Endocrinología Pediátrica.
Angélica María Carrillo Durán

Médica cirujana graduada en la Universidad del Norte, convalidada en Brasil por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ). Especialista en Pediatría por la Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro (PUC-Rio), con convalidación otorgada por el Ministerio de Educación de Colombia. Actualmente en formación en Endocrinología Pediátrica.

Hoy siento la obligación, profesional y humana, de hacer una reflexión sobre el bullying, ese fenómeno tan silenciado y a la vez, tan devastador que marca la vida de muchas personas, a veces de forma irreversible. No es fácil hablar de ello. A veces no se habla por miedo, otras por pudor o simplemente porque se piensa que ya es parte del pasado.

Pero las noticias, que cada tanto estremecen al mundo, como la reciente tragedia de un niño de 13 años en Australia que decidió quitarse la vida tras “apenas” tres meses de sufrir bullying en la escuela, nos obligan a preguntarnos: ¿cómo es posible que todavía estemos fallando tanto como sociedad?

No es un tema lejano. Para muchos, aunque no sea algo de lo que se hable a menudo, es un tema que forma parte de su historia personal.

El bullying no siempre se presenta con la crudeza que muestran las estadísticas más dramáticas. Muchas veces se disfraza de juegos, de bromas, de “cosas de niños”. Pero quienes lo sufren saben que no tiene nada de juego, es una forma sistemática de acoso, de agresión, que se alimenta de la complicidad silenciosa de muchos.

El peso que carga quien lo vive es invisible para la mayoría, pero es aplastante. No se trata solo de palabras o empujones, se trata de la construcción diaria de una narrativa en la que se es constantemente ridiculizado, menospreciado, excluido o perseguido.

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Y, peor aún, muchas veces esa violencia se perpetúa con la suma de nuevas personas al grupo agresor, como si se tratara de un espectáculo al que todos quisieran asistir y participar.

Cuando uno crece en medio de ese ambiente, como en mi caso, lo que más desconcierta es justamente eso: ¿por qué tantas personas se suman? ¿Por qué lo hacen día tras día, año tras año, como si se tratara de un ritual que hay que sostener?

La pregunta que nunca se responde: ¿por qué lo hacen?

Nunca he logrado encontrar una respuesta definitiva a esa pregunta, aunque con los años he comprendido algunos mecanismos que tal vez la explican parcialmente.

Primero, el fenómeno de la deshumanización. Cuando alguien es elegido como blanco, se convierte en un objeto simbólico sobre el que se puede proyectar crueldad, sin culpa. Deja de ser una persona con dignidad y emociones y pasa a ser “el raro”, “el débil”, “el gordo”, “el feo”, “el tonto”, o cualquier etiqueta que sirva para justificar el ataque.

Segundo, la lógica del grupo. Sumarse al bullying no es solo una muestra de maldad, sino a veces también un acto de miedo, una forma de protegerse para no ser la próxima víctima. Es un juego perverso de poder y de supervivencia.

Tercero, la ausencia de empatía y de límites claros. Cuando los adultos fallan en intervenir, el bullying se convierte en una práctica legitimada, una dinámica que parece “natural” en la vida escolar.

Pero, sobre todo, hay una pregunta que siempre me ha inquietado: ¿por qué algunas personas encuentran placer en hacer sufrir a otro? ¿Por qué disfrutan ridiculizar, humillar, excluir?
Esa es la parte más difícil de entender y quizás, de aceptar, que hay quienes se sienten poderosos cuando logran hacer que otro se sienta pequeño.

Sin embargo, no todas las historias terminan de la misma manera. Hay quienes, pese a todo, resisten. No sin cicatrices, no sin momentos de dolor, pero con la determinación silenciosa de seguir adelante.

Lo más impactante de todo es comprobar cómo, incluso después de décadas o más, hay quienes insisten en seguir con el mismo juego. Personas adultas, ya con vidas formadas, que se reúnen no para construir, sino para perpetuar dinámicas tóxicas que deberían haber quedado atrás.

¿Por qué?
Quizás porque algunas personas nunca maduran emocionalmente.
Quizás porque, frente al éxito o la felicidad de quien fue su víctima, necesitan intentar minimizarlo, volver a ejercer ese viejo “poder”.
Quizás porque hay quienes, sencillamente, no saben relacionarse de otra forma que no sea a través de la burla, la crítica o la humillación.

Pero lo cierto es que el paso del tiempo no garantiza la evolución de todos. Algunos se quedan anclados en la peor versión de sí mismos, mientras otros, afortunadamente, eligen el camino de la transformación y la superación.

¿Qué se puede hacer?

Desde mi lugar como profesional de la salud, como médica pediatra, creo firmemente que el bullying debe ser abordado con seriedad y compromiso. No podemos seguir minimizándolo ni esperando a que “se pase solo” “son cosas de niños”.

Aquí es donde quiero hacer un llamado claro y contundente:

La prevención y la intervención frente al bullying son una responsabilidad indelegable de los adultos. Es importante comprender que, en muchas ocasiones, los niños que ejercen el bullying, son niños con heridas. A veces detrás de esos comportamientos hay historias de traumas, malos tratos, violencia familiar o carencias afectivas. En otras ocasiones, simplemente son niños que sienten emociones intensas, como la envidia, el miedo o la frustración y que no han aprendido a canalizarlas de forma adecuada. Si en casa no encuentran herramientas emocionales ni modelos de gestión saludable, es muy difícil que logren hacerlo por sí mismos. Además, es necesario entender que los niños están en un proceso de desarrollo, que van aprendiendo lo que es correcto y lo que no, y que a veces repiten patrones o buscan encajar en entornos que validan la agresión.

Sin embargo, también es cierto que, con el tiempo, cuando el acoso escolar se vuelve sistemático, cuando hay una persecución consciente, burlas, agresiones físicas o psicológicas que causan sufrimiento evidente en las víctimas, los niños que lo ejercen empiezan a ser conscientes de que aquello no está bien. Pueden no tener la madurez suficiente para dimensionar las consecuencias de sus actos, pero sí suelen percibir el dolor que están generando. Por eso, no se trata de eximirlos completamente de responsabilidad, sino de entender que, en buena parte, ellos también son el reflejo de un entorno que los ha formado o deformado y que necesitan orientación, límites claros y oportunidades para aprender a relacionarse de manera empática y respetuosa.

Los padres, madres y cuidadores deben estar atentos a las señales, conversar con sus hijos, educarlos en la empatía y enseñarles que la diferencia nunca es una justificación para la agresión.

Las escuelas deben ser espacios seguros y tienen la obligación ética y legal de establecer protocolos claros de prevención, detección y actuación frente al bullying. No pueden, bajo ninguna circunstancia, ser cómplices por omisión ni mirar hacia otro lado cuando saben que esto está ocurriendo en sus salones de clases.

Cada niño, cada adolescente, tiene derecho a crecer en un entorno donde se sienta protegido, valorado y respetado.

No basta con lamentar las tragedias una vez que ocurren, es necesario actuar antes, de manera decidida, firme y sostenida en el tiempo.

No escribo esto para señalar culpables, sino para proponer una transformación. El bullying es real, sus consecuencias son profundas, son severas y todos tenemos la responsabilidad de no mirar para otro lado.

Al final, cada uno queda definido no solo por lo que vivió, sino también y sobre todo, por lo que hizo vivir a los demás.

Que esta reflexión sirva, al menos, para despertar en alguien la conciencia de que cada palabra, cada acto, cada gesto, puede ser un punto de inflexión en la vida de otra persona.

Que elijamos siempre que ese impacto sea para bien.

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