
La paz no se defiende sola. Aunque suene obvio, lo olvidamos con frecuencia. Pensamos en la paz como un deseo, una meta moral, una pedagogía necesaria —todo eso es cierto—, pero también es una construcción política. Requiere instituciones vivas, una autoridad legítima y un Estado que proteja, no que llegue tarde o nunca.
Incluso una sociedad que avance en justicia social y educación seguirá enfrentando formas de violencia directa. Siempre habrá quienes hagan del crimen su modo de vida. Y frente a eso, el Estado no puede titubear. Su acción debe ser legítima, oportuna y eficaz. Proteger la vida no es solo un deber moral: es la base mínima de toda convivencia democrática.
Thomas Hobbes, en El Leviatán, lo entendió con lucidez: no hay libertad sin seguridad, ni seguridad sin una autoridad común con fuerza y consentimiento para hacerla cumplir. El Estado no es un monstruo por su poder, sino por su capacidad de disolver el caos. Para Hobbes, el Leviatán es un escudo colectivo. En Colombia, ese escudo está fallando. Y la ciudadanía lo sabe.
Hoy más que nunca, necesitamos un Estado que actúe con firmeza, ética y legitimidad para proteger a la mayoría honesta frente a una minoría que ha hecho de la violencia un negocio. No se trata de mano dura, sino de que el crimen deje de ser rentable y la ley vuelva a ser norma.
La violencia directa: un monstruo de varios rostros
La violencia directa no tiene un solo rostro. Tiene al menos tres formas visibles que se entrelazan, se alimentan mutuamente y erosionan la vida cotidiana de millones de colombianos. Todas nacen del mismo vacío: la ausencia de una autoridad legítima que proteja, disuada y actúe con eficacia.
Primero, la criminalidad urbana. Caminar con el celular en la mano es un riesgo. Tomar transporte público es una lotería. Y abrir un negocio implica calcular cuánto costará protegerlo. Así se vive hoy en Colombia.
La ciudadanía no se ha resignado. Está harta. En cada esquina se repite la misma pregunta: ¿dónde está la autoridad? Lo más grave no es el robo en sí, sino el mensaje que deja: que la ley no pesa tanto como el miedo.
Y en ese miedo se instala una forma de violencia brutal: el sicariato. Matar por encargo, como quien paga un servicio. Cuando la vida tiene precio, la justicia desaparece. Y cuando matar sale barato, vivir se vuelve caro. No hay sociedad que soporte eso sin romperse por dentro.
Cuando el Estado se ausenta, florece la ley del más fuerte: el vigilante armado, la justicia por mano propia, el silencio forzado. La violencia deja de ser delito para convertirse en recurso. Y eso es lo contrario de la paz.
Luego, los grupos armados ilegales. En muchas regiones, el Estado no gobierna: simplemente no está. Y donde no hay Estado, hay otro poder. Grupos armados —llámense disidencias, autodefensas, ELN o cualquier otro nombre— deciden quién entra, qué se puede hacer, qué se puede decir. Cobran impuestos, dictan normas, imponen miedo.
Esto no es solo un problema de orden público: es un problema de soberanía. Mientras un campesino o un indígena deba pedir permiso a un actor armado para sembrar o hablar, no hay democracia: hay sometimiento.

El miedo paraliza y corrompe. Enfrentarlos no es solo tarea militar: es tarea de legitimidad. El Estado debe llegar no como amenaza, sino como protector.
Y finalmente, la extorsión. En Colombia, la extorsión dejó de ser una práctica oculta. Es una estructura de poder. Desde pequeños comerciantes hasta transportadores, desde familias que venden arepas hasta campesinos, miles pagan por lo que debería estar garantizado: el derecho a trabajar, a moverse, a vivir.
La extorsión no solo empobrece: humilla. Destruye la dignidad de quienes entregan parte de lo que ganan bajo amenaza de muerte. Y lo más indignante no es su existencia, sino la ausencia del Estado frente a ella. Para muchos, denunciar es arriesgar la vida. Así, la extorsión se convierte en cadena perpetua: nadie la corta, todos la sufren.
La autoridad que Colombia necesita
Frente a esta violencia directa —urbana, rural, estructurada— no bastan los lamentos. Se necesitan acciones claras. No contra la ciudadanía, sino en defensa de ella. Estas son cuatro líneas que el Estado debe asumir con urgencia y convicción:
a) Policía: proteger la vida cotidiana y hacerse respetar
La Policía no puede ser simbólica. Debe prevenir delitos, disuadir comportamientos violentos y actuar con prontitud. La ciudadanía exige una Policía ética, profesional, cercana y confiable.
El respeto no se impone, se gana. Y una Policía coherente, sin abusos, se convierte en autoridad legítima. El ciudadano también tiene el deber de respetarla. Respetar a la Policía es parte del pacto democrático.
b) Fuerzas Armadas: enfrentar a quienes desafían el orden público
En zonas donde operan estructuras criminales, el Estado no puede ser una visita. Debe recuperar el control y quedarse. No se trata de militarizar sin rumbo, sino de ejercer soberanía con legitimidad. El crimen no debe sentir que el Estado vacila.
c) Justicia: sin castigo, no hay ley
Sin justicia, todo se vuelve discurso. La impunidad hace del delito un negocio. Se necesita una justicia funcional: con fiscales activos, jueces protegidos y sentencias que se cumplan.
Los derechos humanos son para todos, pero deben garantizarse primero a quienes los respetan. No puede ser que quien denuncia termine amenazado, y quien delinque siga libre.
d) Inteligencia: actuar antes del crimen
El crimen no improvisa: se organiza, se adapta, se infiltra. La inteligencia debe ser columna vertebral del Estado. No para espiar, sino para prevenir, anticipar y proteger.
Sin inteligencia, la autoridad llega tarde, el crimen se reorganiza, y la ciudadanía pierde la fe. Con inteligencia, el Estado actúa con precisión, sin arbitrariedad.
Una autoridad fuerte para una paz verdadera
Muchos que se oponen a la paz lo hacen diciendo que el Estado es débil. Que firma acuerdos, pero no los hace cumplir. Que habla de derechos, pero no protege. Esa percepción —si no se revierte— puede echar por tierra cualquier intento de reconciliación.
Defender la paz implica ejercer autoridad. No una autoridad que oprime, sino una que protege, disuade, castiga y educa. Que combine ética con firmeza, legitimidad con eficacia. Que deje claro que el crimen no será tolerado, ni justificado, ni romantizado.
Porque si el Estado no hace respetar la ley, deja a la sociedad en manos del miedo. Y cuando el miedo gobierna, la violencia se convierte en destino.
Nota del autor: En la próxima entrega abordaremos el narcotráfico. No como un simple delito, sino como el combustible que ha sostenido la guerra, infiltrado al Estado y corrompido la sociedad. Una violencia transversal que sigue siendo un obstáculo central para cualquier paz verdadera