Racismo y fútbol: cuando el balón destapa nuestras miserias
El fútbol, esa religión sin dioses que nos congrega frente a la pantalla o en el estadio, no solo celebra lo mejor de nosotros, sino que también revela nuestras miserias más profundas. En esta ocasión, las miserias tomaron forma de insultos racistas contra los jugadores negros de la selección colombiana tras el empate con Uruguay y la derrota frente a Ecuador.
La crítica deportiva, en teoría, debería enfocarse en las tácticas, las jugadas y las decisiones técnicas. Pero en la práctica, especialmente en Colombia, cualquier error en el campo de un jugador afrodescendiente parece ser un permiso para desatar el racismo más vil. Algunos “africionados” —porque es más racista que aficionado— no necesitan más pretexto que la piel para señalar con saña.
¿Acaso los goles perdidos o las fallas tácticas tienen color? ¿El portero que no alcanzó el balón o el delantero que no la metió fueron menos colombianos por su origen étnico? ¿Que el delantero no marcó el gol? Es porque es negro. ¿Que el defensa falló en una cobertura? Es “porque esos no sirven para nada”. Así, el análisis deportivo se degrada a un desfile de prejuicios arcaicos que no solo insulta al jugador, sino que también expone la hipocresía de una sociedad que aplaude al tambor, pero desprecia al tamborero. Este comportamiento no es nuevo, pero sigue siendo una vergüenza.
El caso de Davinson Sánchez, humillado públicamente por un rival que le tocó el cabello afro como si fuera un juguete, es un ejemplo claro de cómo el racismo en el fútbol no solo viene de las gradas, sino que también se cuela en la cancha. Mientras la FIFA y la Conmebol organizan campañas tibias como Say No to Racism, en los estadios de América Latina el racismo no solo se dice, sino que se grita.
El racismo no solo daña al fútbol; también deja al descubierto nuestra incapacidad como sociedad para reconocer nuestras raíces afrocaribeñas. En el caso del fútbol, la pasión ciega termina convirtiéndose en odio hacia los mismos que ponen el alma en la cancha. La ironía, por supuesto, no podría ser más amarga. Estos mismos jugadores afrodescendientes son los que nos han regalado momentos de gloria. Sin Freddy Rincón, Asprilla o Yerry Mina, el fútbol colombiano sería apenas una nota al pie de página en la historia del deporte. Pero cuando las cosas van mal, la memoria es corta y el racismo es largo. Peor aún, mientras Colombia denigra a sus futbolistas negros, las ligas internacionales los celebran. Sadio Mané en la Premier League, Vinícius Jr. en La Liga y tantos otros son figuras reverenciadas en estadios europeos donde el racismo, aunque presente, es combatido con fuerza. ¿Por qué aquí los condenamos al fracaso desde antes de que comience el partido?
Y no se equivoquen: esto no es solo un problema de fútbol. Lo que ocurre en la cancha es un reflejo directo de una sociedad que todavía no sabe convivir con su propia diversidad. Somos un país afro, indígena y mestizo, pero nos comportamos como si la blancura fuera el único estándar de valor.
El racismo en el fútbol no se soluciona con pancartas ni hashtags. Necesitamos una transformación profunda que comience por reconocer la igualdad de todos los colombianos, dentro y fuera de la cancha. Porque mientras sigamos tolerando estas actitudes, el balón podrá seguir rodando, pero la verdadera victoria quedará fuera de nuestro alcance.
No basta con colgar pancartas que digan No al racismo en los estadios. Necesitamos una conversación nacional que trascienda el fútbol, que aborde la discriminación estructural y cotidiana que enfrentan los afrocolombianos. Si somos incapaces de aplaudir y apoyar sin prejuicios a nuestros jugadores, ¿qué esperanza tenemos de construir una sociedad más justa y equitativa?
El árbitro ya pitó el final. Es hora de jugar otro partido, uno donde la inclusión y el respeto sean los únicos protagonistas. Porque, aunque el balón encaje en la red contraria, nuestra mentalidad parece haberse quedado en fuera de lugar o a merced de los autogoles de la realidad que nos oscurece como sociedad.