
En muchas esquinas del Caribe colombiano se repite una frase con tono de reclamo “¿Cómo es que hay plata para festivales, murales y conciertos, pero no para arreglar el acueducto?”. La pregunta parece legítima, pero encierra una mezcolanza estructural sobre cómo funciona el presupuesto público y lo que sienten las personas; lo más lamentable es que como suele ocurrir en política territorial, la indignación muchas veces se alimenta más de percepciones equivocadas que de información real; adicionalmente, las redes sociales se han convertido en caldo de cultivo permitiendo que cualquiera, sin conocimiento previo, construya “conceptos” determinantes y creíbles que a la postre, terminan convirtiéndose en nuevos escenarios de generación de violencia, es decir, el desconocimiento se transmuta en indignación presupuestal.
Primero, hay que decirlo sin rodeos, el presupuesto no es una bolsa única donde todo se mezcla y se reparte según el sentido común o la queja del momento cada peso público está asignado por ley, por fuente de financiación y por finalidad específica; hay recursos que solo pueden usarse para cultura, deporte, educación, salud o infraestructura, según su origen, regalías, transferencias, estampillas, convenios, cooperación internacional, etc.; sin ir más lejos, moverlos de un sector a otro no solo es ilegal, sino que puede generar sanciones fiscales, disciplinarias e incluso penales para los ordenadores de gasto.
Esta lógica está regulada por el Estatuto Orgánico del Presupuesto, compilado en el Decreto 111 de 1996, que establece los principios de legalidad, especialización, anualidad y programación del gasto público; además, la Ley 819 de 2003 introduce criterios de responsabilidad y transparencia fiscal, así mismo, la Ley 715 de 2001 define competencias y recursos para entidades territoriales en sectores como salud, educación y agua potable.

Por ejemplo, si una alcaldía recibe recursos de una estampilla pro-cultura, está obligada a invertirlos en actividades culturales, no puede usarlos para reparar una tubería rota, por más urgente que sea; lo mismo ocurre con recursos de cooperación internacional, que muchas veces vienen condicionados a proyectos específicos como formación artística, memoria histórica, inclusión social, entre otros; desde luego, el problema no es que haya plata para cultura, sino que no haya suficiente para agua, y eso no se resuelve cancelando el festival.
Segundo, la inversión en cultura no es un lujo ni una frivolidad, está sociológicamente documentado que en territorios golpeados por la pobreza, la violencia y la exclusión, la cultura es también política pública de prevención, identidad y cohesión social; un mural puede no traer agua potable, pero sí puede evitar que un joven caiga en redes criminales, un festival puede no reparar una tubería, pero sí puede activar economía local, turismo, autoestima comunitaria y sentido de pertenencia; antes al contrario, en zonas donde el Estado llega tarde o mal, la cultura suele ser el primer rostro amable de lo público.
Tercero, el problema no es que se invierta en cultura, sino que no se comunique bien por qué se hace, con qué recursos y para qué objetivos, de ahí que, la falta de pedagogía institucional alimenta el mito de que los gobernantes “gastan en lo que no se necesita”, cuando en realidad están cumpliendo con obligaciones legales y ejecutando recursos que no pueden redireccionarse, en resumidas cuentas, hay una falla grave, la desconexión entre planeación técnica y percepción ciudadana, que termina convirtiendo al presupuesto en blanco de críticas injustas o manipulaciones políticas.
Claro que hace falta mejorar el acueducto, de igual forma hay necesidades urgentes en salud, vivienda y servicios públicos; no obstante, también hace falta entender que el Estado no puede actuar como una tienda de barrio donde se cambia el presupuesto según la queja del día, de cualquier modo, lo que sí puede y debe hacer es planificar mejor, comunicar con transparencia y priorizar con criterio técnico y sensibilidad territorial, porque si no se explica, se sospecha; en otras palabras, si no se socializa, se distorsiona.
En el Caribe, donde la cultura no solo se vive, sino que se defiende, es posible invertir en arte sin abandonar el agua, y celebrar sin dejar de exigir, lo que se necesita no es cancelar el mural, sino garantizar que el acueducto esté en el plan de desarrollo, que tenga fuente de financiación clara, y que se ejecute con eficiencia y vigilancia ciudadana.
Así que antes de pedir que se suspenda el festival para arreglar la tubería, conviene preguntar: ¿de qué fuente viene ese dinero? ¿qué entidad lo ejecuta? ¿qué normas lo regulan? Porque en el Caribe, además de bailar y protestar, también podemos aprender a leer el presupuesto con cabeza fría y corazón caliente; de hecho, créanlo o no, también es cultura.