Edicion noviembre 13, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA
¿Pensar es peligroso?
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Columnista - Gonzalo Raúl Gómez Soto
Columnista – Gonzalo Raúl Gómez Soto

El sábado pasado, durante un seminario del doctorado en filosofía que actualmente curso, ocurrió un hecho que me dejó pensando. El seminario era diverso: había compañeros de primer, tercer y cuarto semestre, lo que enriquecía el ambiente con voces variadas. Hacia la sexta hora de clase, el docente —con sobriedad y rigor— mencionó brevemente el conflicto entre Israel y Gaza. Aproveché para hacer una pregunta: ¿cómo se puede entender filosóficamente la creciente tendencia —visible en Colombia y en muchos otros lugares— de tomar partido de manera automática y acrítica en este conflicto, invisibilizando a su vez otras tragedias igual de atroces, como la que vive actualmente Sudán?

Mi pregunta fue sincera. No tomaba partido por ningún actor, y así lo aclaré: reconozco que Israel, Hamas y otros grupos tienen sus responsabilidades. Pero quise destacar a las verdaderas víctimas: los civiles de Gaza, los gazatíes, atrapados entre dos fuegos. ¿Por qué esta tragedia se visibiliza tanto y otras no? ¿Es el sufrimiento más digno según el lugar geográfico donde ocurre? ¿O hay una lógica emocional y geopolítica que decide cuál dolor merece atención?

El docente respondió con respeto y altura. Algunos compañeros también aportaron con reflexiones críticas y serenas. Sin embargo, una estudiante de primer semestre pidió la palabra y, en lugar de responder o disentir desde los argumentos, me señaló directamente. Dijo que mis palabras eran propias de la ultraderecha. Me enjuició, me etiquetó, me canceló.

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Confieso que no me sentí ofendido. He sido víctima de amenazas por mi trabajo como defensor de derechos humanos. He sido secuestrado, apuntado con fusiles, obligado al silencio por actores armados. Esta vez no fue miedo lo que sentí, sino otra cosa: tristeza. ¿Cómo es posible que en un doctorado en filosofía —el nivel más alto de la formación académica— alguien confunda una pregunta con una amenaza, una inquietud con una trinchera ideológica?

Más allá del episodio, creo que este hecho simboliza algo más profundo: el empobrecimiento del diálogo en nuestra sociedad. Una cultura que confunde disentir con agredir, que reduce el pensamiento a lemas y la razón al prejuicio. No se trata de juzgar a esa estudiante. Quizá arrastra su propio dolor, su rabia, su historia. Como bien lo señala el profesor Mauricio García Villegas en su libro El país de las emociones tristes, muchas de nuestras actitudes políticas y sociales están determinadas por afectos negativos que nublan la razón y distorsionan el juicio. Hay emociones tristes que pueden explicar —aunque no justificar— ciertos actos. Pero si no somos capaces de reflexionar sobre ello —y más aún desde la filosofía—, ¿qué nos queda?

Hoy más que nunca necesitamos recuperar el sentido de la palabra como puente, no como arma. La filosofía no es dogma, es pregunta. No es trinchera, es camino. Y si los espacios académicos se cierran al disenso respetuoso, ¿cómo podremos abrir los espacios sociales a la reconciliación?

Una compañera del doctorado me escribió al día siguiente para expresarme su apoyo. Me dijo que había sentido que fui tratado injustamente y que esperaba no haber hecho parte de ese momento. Ese mensaje no solo me reconfortó: me recordó que hay esperanza. Que todavía hay quienes apuestan por el pensamiento, por la escucha, por la ética de la conversación.

Como defensor de derechos humanos, como colombiano, pero sobre todo como ser humano que ha sufrido y ha aprendido a no odiar, creo que este suceso es una oportunidad para reflexionar colectivamente. Porque ningún país construirá paz verdadera mientras siga confundiendo las ideas con los enemigos.

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