
Hay palabras que duelen con solo pronunciarlas. “Plan Pistola” es una de ellas. En Colombia, este término no evoca estrategia militar ni doctrina de seguridad, sino una infame modalidad de asesinato selectivo contra los miembros de la Fuerza Pública, donde la orden es la misma, asesinar al policía en servicio o al soldado que va en su día de descanso con su familia.
Fue Pablo Escobar en los años 80 y 90 quien lo convirtió en un macabro símbolo: pagar por cada vida de un uniformado. Hoy, tristemente, lo reviven las disidencias de las FARC, el Clan del Golfo y otras estructuras armadas ilegales que, lejos de rendirse, insisten en sembrar el miedo, cobrando a sangre la presencia del Estado en sus territorios. Van más de 27 uniformados asesinados este año. Policías, soldados… pero también hijos, padres, hermanos, esposos, personas que no son estadísticas sino miembros de familias de todos los rincones del país. Detrás del uniforme hay una mamá que espera, unos hijos que preguntan Padrino ¿dónde está papá? como dice la canción El Ahijado interpretada por Diomedes Diaz, una esposa que llora frente a un féretro cubierto de bandera. ¿Quién responde por ellos?
Desde la Constitución de 1991, las fuerzas militares y la Policía Nacional son instituciones permanentes de la República (art. 217 y 218), encargadas de la defensa de la soberanía, la independencia, el orden constitucional y la convivencia. No son enemigos del pueblo; son parte del pueblo uniformado, servidores públicos que decidieron hacer de la seguridad de los demás su vocación. Por eso, como nación, debemos respaldar sin ambigüedades a nuestras fuerzas legalmente constituidas. No se trata de justificar excesos, ni de silenciar denuncias sobre abusos —que los ha habido y deben ser castigados—, sino de entender que una sociedad sin autoridad legítima es campo fértil para los bandidos.
En el Caribe tenemos un dicho sabio: “Cuando el palo no está en casa, el perro se sienta en la silla.” Es decir, cuando el Estado se ausenta o se debilita, otros imponen su ley. Y hoy más que nunca necesitamos que ese “palo” se mantenga firme, ético y presente en cada esquina del territorio.

Ahora bien, esto no es un cheque en blanco. Hay que decirlo con claridad: la Fuerza Pública también debe hacerse un examen profundo. Durante años, por acción u omisión, algunos de sus miembros han manchado el uniforme: casos de corrupción, excesos en el uso de la fuerza, connivencia con estructuras ilegales, indiferencia frente a los más vulnerables. Todo esto ha minado la confianza ciudadana.
Este momento doloroso es también una oportunidad para recuperar la credibilidad. El policía que saluda al tendero con respeto, el soldado que protege sin prepotencia al campesino, el comandante que escucha al líder social, el patrullero que respeta al joven en la calle: todos ellos pueden y deben convertirse en puentes de reconciliación y empatía.
Respaldar a nuestras fuerzas armadas y de policía no es callar los errores, es exigirles grandeza. Es pedirles que se parezcan más al pueblo al que sirven. Que se formen con disciplina, sí, pero también con humanidad. Que no olviden que son servidores, no superiores. Y que la legalidad sin legitimidad se convierte en papel mojado.
Hace poco, en un retén de la policía que había en el puente sobre el rio Palomino donde termina Santa Marta e inicia Dibulla en la Guajira de Policía, un anciano se acercó con una bolsa de agua y unos bollos con pescao guisao para los patrulleros que estaban en el operativo. Al entregárselos, dijo: “No tengo más, pero quiero que sepan que aquí se les quiere.” No hubo acto protocolario, ni cámaras. Solo gratitud.
Ese gesto resume el espíritu de esta columna: ni héroes olvidados ni verdugos impunes. Queremos servidores públicos con alma. Y por eso, como ciudadanos, debemos protegerlos cuando los amenazan, pero también exigirles cuando fallan.
Al final, todos queremos lo mismo: vivir sin miedo y en paz, en una Colombia donde el que porta un arma del Estado lo haga con honor, y el que la levanta contra él, reciba el peso de la justicia. Y, sobre todo, donde las familias que hoy entierran a sus hijos no tengan que preguntarse si valió la pena.