
En su obra maestra Casta: Las raíces de nuestro descontento, Isabel Wilkerson explora las jerarquías sociales que han moldeado las sociedades modernas, comparando el racismo estructural en Estados Unidos con el sistema de castas en la India y la Alemania nazi. A través de esta lente, podemos entender mejor cómo los guajiros en Colombia han sido atrapados en una dinámica similar de exclusión y estigmatización, donde la identidad cultural se convierte en un marcador de inferioridad social.
Uno de los conceptos más poderosos que Wilkerson introduce en Casta es la metáfora de la casa: “La casta es la infraestructura de nuestras divisiones. Es el andamiaje que sostiene las jerarquías sin que apenas lo notemos”. En el caso de los guajiros, esa infraestructura invisible está profundamente arraigada en el imaginario colectivo colombiano. Ser “guajiro” no solo describe una procedencia geográfica o étnica; también implica ser visto como alguien que ocupa un lugar bajo en la pirámide social. Esta percepción, aunque sutil y muchas veces inconsciente, determina quién tiene acceso a oportunidades y quién queda relegado al olvido.
Wilkerson señala que las jerarquías de casta son tan antiguas y omnipresentes que parecen naturales, cuando en realidad son construcciones humanas. En Colombia, la marginalización de los guajiros no es un accidente histórico, sino el resultado de siglos de colonialismo, centralismo político y desigualdad económica. Así como en la India los dalits fueron designados como intocables para justificar su explotación, en Colombia los guajiros han sido etiquetados como “el otro”, una categoría que permite a las élites urbanas mantener su posición privilegiada mientras ignoran las necesidades de quienes viven en las periferias.

Otra enseñanza clave de Casta es cómo las jerarquías sociales asignan roles rígidos a quienes ocupan posiciones subordinadas. Wilkerson utiliza el ejemplo de los dalits en la India, quienes durante siglos fueron obligados a realizar trabajos considerados “impuros” por el resto de la sociedad. De manera similar, los guajiros han sido confinados a un papel específico dentro del imaginario nacional: el de los pobres, los analfabetos, los marginados. Estos estereotipos no solo limitan sus posibilidades de movilidad social, sino que también perpetúan un ciclo de discriminación y exclusión.
Wilkerson advierte que estas narrativas simplistas no solo afectan a quienes las sufren, sino que también deforman a quienes las perpetúan. Al reducir a los guajiros a una condición monolítica de pobreza y victimización, la sociedad colombiana pierde la oportunidad de reconocer su inmensa riqueza cultural y su capacidad de resistencia. Los wayúu, por ejemplo, han desarrollado sistemas complejos de organización comunitaria, prácticas ancestrales de cuidado ambiental y una tradición artística que ha trascendido fronteras. Sin embargo, estas contribuciones quedan opacadas por los prejuicios que los encasillan en un rol secundario.
Una de las analogías más impactantes de Casta es la historia del hueso roto: si una persona sufre una fractura, pero nadie reconoce su dolor ni le brinda atención médica, el hueso puede sanar mal, dejando una cicatriz permanente. Wilkerson utiliza esta metáfora para ilustrar cómo las heridas históricas infligidas por las jerarquías de casta pueden persistir durante generaciones si no se abordan adecuadamente.
En el contexto de los guajiros, esta parábola cobra especial relevancia. Durante décadas, el Estado colombiano ha ignorado las demandas de esta comunidad, permitiendo que problemas como la falta de agua potable, la desnutrición infantil y la ausencia de servicios básicos se agraven. Estas “fracturas” no solo afectan a los wayúu en el presente, sino que también tienen consecuencias intergeneracionales, perpetuando un ciclo de pobreza y exclusión. Como señala Wilkerson, “las heridas no tratadas tienden a infectarse”, y esto es precisamente lo que ha ocurrido en La Guajira.
A pesar de estas cicatrices, Wilkerson ofrece un mensaje de esperanza: las jerarquías de casta no son inevitables. Pueden ser desmontadas a través de la empatía, la educación y la acción colectiva. En el caso de los guajiros, ya existen ejemplos inspiradores de resistencia y reinvención. Organizaciones indígenas han logrado visibilizar sus luchas en escenarios nacionales e internacionales, exigiendo justicia y reconocimiento. Las mujeres wayúu, en particular, han liderado iniciativas para preservar su cultura y generar ingresos a través de su arte textil, demostrando que es posible superar los roles impuestos por la sociedad.
Wilkerson nos recuerda que “la verdadera transformación requiere mirar hacia adentro y cuestionar nuestras propias creencias”. Para Colombia, esto significa reconocer el valor intrínseco de los guajiros no como meros símbolos folclóricos, sino como ciudadanos plenos con derechos y dignidad. Solo entonces podremos comenzar a sanar las fracturas que han debilitado nuestra sociedad y construir una nación más inclusiva.
Al igual que los dalits en la India y las comunidades afroamericanas en Estados Unidos, los guajiros de Colombia están luchando contra un sistema que los ha relegado a los márgenes de la historia. Inspirados por las enseñanzas de Casta, podemos ver que esta lucha no es solo suya, sino de todos nosotros. Como escribió Wilkerson, “la casta nos afecta a todos, porque define quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser”.
Reconocer a los guajiros como protagonistas de su propia historia no solo es un acto de justicia, sino también una oportunidad para repensar quiénes somos como país. Porque, al final, una sociedad verdaderamente democrática no puede avanzar dejando atrás a quienes más lo necesitan.