
La conmemoración de los sesenta años como departamento de La Guajira no puede limitarse a una simple celebración de fechas, sino que debe convertirse en una oportunidad para reflexionar sobre el camino recorrido y los desafíos pendientes. La historia social y económica de la región revela un patrón marcado por la dependencia de las bonanzas (contrabando y marihuana) y la extracción de recursos naturales, en particular yeso, talco, sal, gas y carbón, que durante décadas han sido la base sobre la cual se ha construido su economía. Sin embargo, esa misma dependencia ha contribuido a mantener una situación de estancamiento y desigualdad, alimentada por la corrupción y la incapacidad de transformar el territorio en un espacio de desarrollo sostenible.
Con la colombianización de la península y la incorporación de los territorios indígenas como baldíos en los años 30 y 40, las empresas extractivas comenzaron a jugar un papel central, estimulando procesos que, si bien generaron ingresos, no lograron traducirse en beneficios duraderos para las comunidades. La relación entre el Estado, las empresas y las comunidades indígenas se caracterizó por relaciones de tipo clientelista y de cooptación, donde los liderazgos políticos locales y los apüshii (hogares líderes ancestrales) fueron los instrumentos para facilitar la expansión de la minería y la producción de sal, sin garantizar la protección de los derechos territoriales y culturales de los wayuu.
La llegada de proyectos como la producción de gas y carbón en los años 70 y 80 consolidó una modalidad de relación en la que el Estado y las empresas priorizaron la legalización formal de los territorios y la mitigación de riesgos sociales y ambientales, pero sin un verdadero proceso de participación comunitaria ni de transferencia de beneficios. La narrativa de los indígenas como “extraños naturales” y los territorios como baldíos favoreció la percepción de que la región era simplemente un recurso a explotar para el beneficio nacional, relegando las necesidades y derechos de sus habitantes.
En los años 90, con la Constitución de 1991 y la institucionalización del Sistema Nacional Ambiental, se intentó fortalecer la protección de los territorios indígenas a través de los resguardos y de la participación en la gestión ambiental. Sin embargo, en la práctica, la relación entre las empresas y las comunidades siguió siendo formal y basada en la consulta como un trámite, sin un ejercicio genuino de protección de los derechos colectivos. La relación se estructuró en torno a modelos de representación y compensación, más que de participación activa y transformadora.
Entrando en la fase de los primeros años del siglo XXI, con la aprobación de proyectos como el de energía eólica en Jepirachi y la expansión de los proyectos de exploración de hidrocarburos offshore, La Guajira inició un nuevo capítulo donde las tensiones entre las políticas nacionales de sostenibilidad y las dinámicas locales se hicieron evidentes. La región se convirtió en un mercado de energía verde y en un escenario de interés internacional, pero las comunidades siguieron enfrentando los efectos de una relación fragmentada y situacional, en la que las medidas de responsabilidad social empresarial no lograron revertir las desigualdades estructurales.
La promesa de un desarrollo basado en energías renovables, que podría convertirse en un detonante para transformar la economía y mejorar la calidad de vida de sus habitantes, todavía está en ciernes. Los compromisos internacionales asumidos en el marco del Acuerdo de París abren una ventana de oportunidad para activar estos potenciales. Sin embargo, para que La Guajira pueda avanzar hacia una fase post carbón, es imprescindible que las comunidades, los niveles de gobiernos y las empresas articulen esfuerzos en torno a un plan estratégico que priorice la diversificación económica, fortaleciendo sectores como la agricultura y el turismo, y promoviendo energías limpias y sostenibles.

Es fundamental que el ejercicio de los próximos años no se limite a gestionar recursos, sino que se enfoque en construir un territorio en el que sus ciudadanos se sientan orgullosos de vivir, estudiar e invertir en él. Esto requiere fortalecer las capacidades locales, garantizar una participación genuina en las decisiones que afectan su futuro y promover una cultura de transparencia y responsabilidad. La historia de La Guajira muestra que la dependencia de recursos naturales, sin instituciones de calidad, solo ha llevado a la maldición de las regalías y a un ciclo de pobreza y desigualdad.
La conmemoración de estos sesenta años debe ser un punto de inflexión para activar los detonantes del crecimiento social y económico desde un enfoque inclusivo y sostenible. El futuro de la región no puede estar condicionado únicamente por los recursos que aún subsisten, sino por la capacidad de su pueblo de imaginar y construir un proyecto de vida que valore su cultura, su territorio y sus potencialidades. La transformación requiere liderazgo, visión y un compromiso colectivo por una Guajira que sea ejemplo de resiliencia y desarrollo equitativo.
El reto que enfrenta La Guajira es convertir su historia de explotación de los recursos naturales en escenario de oportunidades. La transición energética y la diversificación económica son caminos posibles, pero exigen una política pública coherente, inversión en infraestructura y, sobre todo, un proceso de diálogo y participación auténtica con sus comunidades. Solo así se podrá romper con el ciclo de dependencia y comenzar a construir un territorio que, más allá de sus recursos, sea valorado por su gente y sus conocimientos ancestrales.
Por ello, esta conmemoración debe servir para activar los motores del cambio, promoviendo alianzas entre sectores y fortaleciendo la capacidad de autogestión de las comunidades indígenas y rurales. La Guajira tiene el potencial de convertirse en un referente de sostenibilidad y justicia social, pero esto solo será posible si se apuesta por una gestión pública transparente, una economía diversificada y un respeto profundo por sus identidades culturales. La historia nos enseña que el desarrollo genuino solo se logra cuando el territorio y su gente avanzan en conjunto.
Así las cosas, los sesenta años de La Guajira no deben ser solo una fecha de celebración, sino un momento para reflexionar sobre las heridas del pasado, evaluar los logros y definir un rumbo claro hacia un futuro más justo y sostenible para superar el estado de cosas inconstitucional. La región puede dejar atrás su dependencia de las regalías y convertir sus recursos en catalizadores de un crecimiento inclusivo, fortalecido por la agricultura, el turismo y las energías renovables. Solo así, sus habitantes podrán sentirse orgullosos de su tierra, de su cultura y de su historia, y de la posibilidad de construir un porvenir en el que todos tengan cabida y oportunidades.