
La literatura en el siglo XIX y el cine en el XX la han convertido en un personaje universalmente célebre: la princesa india que protagoniza una historia de amor con un inglés llegado a América en los inicios de la colonización europea. Parece una figura de leyenda, perfecta como protagonista de una almibarada película de dibujos animados al estilo de Disney. Pero no se trata de un personaje de ficción. Pocahontas existió, y sus peripecias ilustran las múltiples facetas que tuvo el encuentro entre los pueblos indígenas y los europeos en el siglo XVII.
Nacida hacia 1595, Pocahontas se llamaba en realidad Matoaka, aunque desde niña se le apodó también Pokahantesú, que puede traducirse como “se divierte con cualquier cosa”. Era la hija mayor de Wahunsonacock, un jefe indio al que los europeos llamaban Powhatan, que era, en realidad, el nombre de su pueblo: los powhatan.

Los powhatan eran una población de lengua algonquina, la misma que hablaban los pies negros, cheyennes o arapahos. Parece que provenían del norte de Florida, de donde, a mediados del siglo XVI, fueron empujados por otros pueblos —o por los españoles— hasta asentarse en Virginia y Maryland. Allí establecieron, a través de la diplomacia o de la fuerza, una gran confederación con otros pueblos fronterizos llamada Tsenacommacah, que incluía 200 aldeas y 30 poblaciones; en total, unos 15.000 habitantes sobre una superficie de 20.500 kilómetros cuadrados.
Los powhatan poseían una economía agrícola basada en el cultivo del maíz y el tabaco, pero también practicaban la caza, la pesca y la recolección. Estaban gobernados por un jefe con autoridad absoluta, apoyado en estructuras clánicas. El poder se transmitía de forma matrilineal, lo que revela la posición favorable que ocupaban las mujeres en la sociedad powhatan y explica el destacado papel que tuvo Pocahontas.

La anterior historia nos sirve de base para proyectarnos en el tiempo, y es importante resaltar que ese mismo tiempo parece repetirse infinitas veces. Entonces surge la pregunta: ¿será que vivimos muchas vidas? Pareciera que sí. Según el reconocido psiquiatra estadounidense Brian Weiss, autor de los libros “Muchas vidas, muchos sabios” y “Muchas vidas, muchos maestros”, a través de sus regresiones ha comprobado que tenemos múltiples existencias. Yo también tengo esa creencia.
En una de las aventuras más espectaculares que he vivido ñ, como tantas de mis vivencias, durante un fin de semana en La Jagua del Pilar, donde mi hermano El Macho Morón y yo compartimos con varias mujeres hermosas de diferentes municipios que visitaban este bello pueblo con ocasión de las fiestas patronales, conocí a una que siempre me ha llamado la atención desde la primera vez que la vi. Ese día me impactó aún más por su belleza y su donaire, por lo que inmediatamente la bauticé como la Pocahontas Guajira. Su nombre es Daniela Murillo, una hermosa princesa que hace que cualquier mortal caiga a sus pies en reverencia ante su belleza natural y el contraste del verde paisaje del sur con la luna llena y las pampas guajiras. No solo pude comprobar su hermosura, sino también su trato amable y su don de gente, cualidades que he percibido de diferentes maneras en nuestras conversaciones.

La Guajira cuenta con muchas “Pocahontas”, pero Dani sobresale entre todas como la más hermosa y la más impactante en el trato personal: siempre con una sonrisa encantadora y un cuerpo tallado como las sirenas del mar.
Lo más destacado es que la Pocahontas de la historia, aquella que fue llevada al cine, tiene un gran parecido con la de La Guajira. Primero, ambas representan una mezcla de razas; segundo, comparten una belleza casi idéntica. De ahí mi pregunta: ¿tenemos los humanos muchas vidas? Puede ser. Daniela Murillo es una princesa que puede representar, de manera natural, a las Pocahontas de la historia universal.
La Guajira, así como es un lugar paradisíaco y exótico en paisajes y geografía, también lo es en la belleza de sus mujeres, que alcanzan grados de sorpresa inimaginables cuando uno las conoce y trata con ellas. El atardecer guajiro en La Jagua del Pilar se asemeja al cuadro más hermoso que ha pintado la naturaleza en un lugar tan especial; y así son sus mujeres: pareciera que el mejor pintor las hubiera creado con el pincel más delicado del amor.
