En el libro De la Ligereza (2013), el ensayista social francés Gilles Lipovetsky redefine la hipermodernidad como una cultura cuya característica más visible es la aparición de formas de vida más livianas, suaves y ligeras. Vidas que se sostienen, paradójicamente, en conductas pesadas o forzadas. Además, nos muestra como la ligereza se haya introducida en todos los aspectos de la vida, desde las cosas hasta los sueños, el consumo, la moda, la arquitectura y por supuesto, el cuerpo humano.
Lipovetsky nos enseña que “el orden de lo ligero no se limita a la mera actitud individual, sino que avanza sobre el funcionamiento de los distintos campos del conocimiento”. Entre esos campos se destaca la economía, regida por el hiperconsumo, la inestabilidad y la banal seducción hedonista. En ese “nuevo orden social y económico”, la miniaturización y la inmaterialidad están a la orden del día y sustituyen las pesadas estructuras del pensamiento que nos remitían a lo respetable y serio. Hemos pasado de lo canónico a lo minimalista, de la liturgia a lo simple y cómodo.
Hoy, lo ligero cambió su valor. Se despojó de lo inmoral y vacío para apropiarse de las vestiduras de lo móvil y virtual. El lema de la modernidad es “lo pequeño es hermoso”, y, por ende, nos vende la idea de que lo pesado y robusto carece de aprecio valorativo sustancial. Existe en el ambiente un clima de diversión permanente, lúdico y hedonista en el cual prima la intensidad que incita a los placeres inmediatos.
La ligereza envilece a todas las clases sociales, ricos y pobres muestran la misma ansiedad por el placer de una vida liviana. En ese orden, en el imaginario social de “todos”, la presteza es incorporada como estilo de vida. Comprar por placer está alcance de todo el mundo; es un fin logrado por el mercadeo moderno que se traduce en un consumo más allá de los necesario. Es un afán quisquilloso que tiende un puente más allá de la comodidad apretada y nos condena a padecer los escolios de una vida consagrada al trabajo para vivir y nos ata a las cadenas del goce a crédito. Asimismo, se puede afirmar que actualmente la masa se obsesiona por experimentar más y mejores emociones y se consagra como máxima del “neoconsumidor” su aspiración a ser un “coleccionista de experiencias y no de virtudes”. Un consumidor a quien le importa más aferrarse a nuevos placeres, sin escatimar costos y riesgos, que anclarse a su pertenencia social. Un comprador que yace liberado de su referencia de clase, emancipado de las convenciones e influenciados por los modelos de conducta presentes en las redes sociales y sus derivados. En conclusión, alguien que a la usanza de la moda se ufana de las valencias de su arquetipo funcional y se adapta a la realidad con pasos vacilantes sobre las piedras de un camino empantanado, volátil, vacilante y descoordinado.
Gilles nos ofrece un racionamiento interesante: “el consumo actual funciona como paliativo de deseos incumplidos. Es una forma de consuelo para recuperar la autoestima; una pequeña embriaguez para olvidar las desgracias y frustraciones que cada uno vive”. En esa línea de pensamiento es bueno comprender como el consumo hipermoderno suspende la pesadez de la rutina y rejuvenece las vivencias a través de la práctica del aligeramiento de la existencia cotidiana. Y así, suponemos que la vida hipermoderna se caracteriza por la inestabilidad, la entrega al cambio permanente y a lo efímero. Una vida capaz de romper los lazos religiosos, familiares e ideológicos, en donde las personas funcionan como átomos en flotación social. Un estilo de existencia del cual surge la ligereza comercial alienante apegado al ideal de una vida menos estresante, de un presente con poco peso, donde el vivir mejor es entendido como el vivir ligero, sin compromisos y complicaciones. En fin, una época donde el “déjame estar y dejarme vivir” son los pilares de la utopía del “menos y de lo sublimemente light”.