
Recuerdo que, en tercer grado, cuando estaba en la escuela primaria, el libro de texto que usábamos era un ejemplar rojo, cuyo nombre hoy se me escapa, pero que tenía algo que muchos libros actuales no tienen: hablaba de nosotros. De nuestra ciudad. De nuestra geografía. De nuestra historia. Allí, como tantos niños y niñas de mi generación, aprendí que Nicolás de Federmann había fundado Riohacha. Esa fue, por años, la versión oficial que habitó nuestras aulas y nuestros espacios culturales y de socialización. De hecho, recuerdo cómo en 1985 se celebró con bombos y platillos el aniversario 450 de la ciudad, efeméride que tiempo después seguimos celebrando, pero con diez años menos, de acuerdo con la nueva historia.
Esa historia fundacional persistió en la memoria colectiva por décadas. Pero tiempo después, el historiador Benjamín Ezpeleta nos mostró otra versión, documentada y hoy reconocida oficialmente: la ciudad no fue fundada por el conquistador alemán, sino por perleros que, tras abandonar el Cabo de la Vela, se asentaron en un punto más protegido y estratégico para el comercio. Provenientes de la isla de Cubagua —epicentro de la economía perlífera colonial en el siglo XVI— estos comerciantes establecieron un enclave orientado al saqueo de perlas, sustentado en el sometimiento de poblaciones indígenas utilizadas como mano de obra forzada (Ezpeleta, 2000; Romero, 2006).
No fue una conquista armada como la de Federmann, pero sí una forma de dominación: económica, racial y territorial. Una colonización silenciosa, basada en la explotación de recursos y personas, que impuso lógicas de poder excluyentes y sentó las bases de un modelo extractivo que marginó históricamente a los pueblos originarios (González, 2002; Serje, 2011).
Porque tanto en la leyenda del conquistador como en la crónica del comerciante, lo que subyace es el mismo patrón: un relato construido desde afuera, que silenció las voces indígenas, que ocultó las resistencias, que transformó la violencia en hazaña y la ocupación en fundación.

Por eso, el debate sobre la estatua de Nicolás de Federmann no puede reducirse a un impulso inmediato de derribarla o preservarla. Debe ser una oportunidad para repensar el tipo de ciudad que queremos ser. No se trata solo del bronce que se cae o se queda. Se trata de cómo recordamos. De qué enseñamos a las nuevas generaciones. De qué marcas dejamos en el espacio público y en la conciencia colectiva.
Nadie en su sano juicio va a exaltar hoy a Federmann como un héroe. Su paso por estas tierras fue el de un mercenario al servicio de intereses privados —los banqueros Welser, concesionarios alemanes de la provincia de Venezuela— cuya lógica fue la del saqueo y la deshumanización, como él mismo documenta en su crónica Indianische Historia (Federmann, 1557/1958).
Pero la solución no puede ser solo eliminar su figura sin un proceso que invite a la reflexión, a la reconstrucción de memoria y a la inclusión de otras narrativas. De lo contrario, corremos el riesgo de que lo simbólico se reduzca a un acto decorativo o momentáneo, sin efectos reales en la manera como la ciudad se piensa a sí misma (Trouillot, 1995).

Cartagena nos ofrece una experiencia útil para pensar esta situación. Allí, la estatua de Pedro de Heredia, fundador de la ciudad, sigue erguida en el mismo sitio de siempre, pero hoy cargada de nuevas lecturas. El antiguo Teatro Pedro de Heredia cambió su nombre, al igual que otros espacios que durante años exaltaron su figura sin contexto. Y aunque su monumento no fue removido, sí ha sido resignificado en el debate público, en el arte, en la educación y en la memoria colectiva (Gutiérrez, 2021).
¿Y si hiciéramos lo mismo en Riohacha? ¿Y si, en lugar de destruir, transformamos? ¿Si la estatua se convierte en un espacio pedagógico? ¿Si se contextualiza con placas que cuenten lo que no nos contaron en la escuela? ¿Si se rodea de voces Wayuu, de relatos orales, de expresiones artísticas que complejicen lo que hasta ahora ha sido una verdad a medias? ¿Y si, más allá del bronce, apostamos por una política cultural de memoria activa, que incluya a los pueblos originarios no como decorado folclórico, sino como protagonistas vivos de esta historia?
Una ciudad que se respeta no es la que borra su pasado a martillazos. Es la que se atreve a mirarlo de frente, a discutirlo en voz alta y a construir, a partir de sus fracturas, un relato más justo.
Que la estatua de Federmann caiga o permanezca es, en realidad, lo de menos. Lo urgente es que la memoria se levante. Que ya no sean los conquistadores ni los comerciantes quienes tengan la última palabra. Que el relato no empiece con la llegada del verdugo, sino con la dignidad de los que estuvieron aquí mucho antes… y que aún siguen de pie.