Edicion diciembre 1, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA

“El Tecnofeudalismo: Cuando la suscripción es la Nueva Servidumbre”

“El Tecnofeudalismo: Cuando la suscripción es la Nueva Servidumbre”
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Columnista - Arcesio Romero Pérez
Columnista – Arcesio Romero Pérez

En los últimos años, el optimismo tecnológico que prometía una era de democratización, acceso universal al conocimiento y empoderamiento individual ha dado paso a una inquietante realidad: la emergencia de una nueva formación socioeconómica, más opaca y más eficaz en su dominación que el propio capitalismo tardío. El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han ha bautizado este fenómeno con un término inquietantemente preciso: tecnofeudalismo. No se trata de una metáfora, sino de una descripción rigurosa de una lógica económica y política que ha desplazado los fundamentos mismos del contrato social moderno.

A diferencia del capitalismo clásico —que, por más críticas que merezca, exigía la producción de bienes, la competencia en mercados y, al menos formalmente, la rentabilidad como condición de supervivencia—, el tecnofeudalismo opera mediante una lógica distinta: el control del acceso. La riqueza ya no se genera fabricando objetos o servicios, sino poseyendo la puerta, no la casa. En este régimen, el valor radica no en lo que se produce, sino en quién controla las vías de acceso a lo que se consume, se comunica, se cree, e incluso se desea.

Este cambio de época se materializa en un gesto cotidiano, aparentemente inocuo: el reemplazo de “comprar” por “suscribirse”. Detrás de esa sustitución léxica se esconde la mayor transferencia de riqueza en la historia de la humanidad. Al suscribirnos, no adquirimos propiedad; firmamos un contrato de dependencia perpetua. Cada clic, cada búsqueda, cada reproducción de un video, cada ubicación compartida se convierte en una ofrenda al señor feudal digital: no en oro ni en trigo, sino en datos. Y esos datos, procesados, perfilados y monetizados, configuran una nueva forma de explotación: la extracción conductual.

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Según Han, en este nuevo orden, el individuo no es ni consumidor ni productor, sino un recurso vivo en una plantación digital. Trabaja sin saberlo: al generar tráfico, al alimentar redes neuronales, al normalizar patrones de consumo. Y, paradójicamente, mientras produce valor, nunca acumula. No posee su identidad digital, sus contactos, sus fotos, sus historiales médicos (cuando están en la nube), ni siquiera sus pensamientos (cuando los escribe en plataformas vigiladas). Todo ello pertenece a entidades privadas, cuyos servidores —más poderosos que cualquier ejército medieval— operan al margen de la rendición de cuentas democrática.

Aquí reside el golpe de gracia al ideal ilustrado de la autonomía: el libre albedrío ha sido colonizado por el análisis predictivo. Los algoritmos, entrenados con nuestros datos históricos, no solo anticipan nuestras decisiones; las moldean. Así, la sensación de elegir libremente qué leer, qué ver, con quién relacionarnos o qué opinar es una ilusión cuidadosamente orquestada. Como observa Han, esto trasciende lo económico y se torna ontológico: “cuando tu comportamiento futuro puede predecirse y comercializarse, dejas de ser un sujeto y te conviertes en un activo algorítmico”.

Peor aún: los Estados, lejos de actuar como contrapesos, han sido cooptados. No por corrupción circunstancial, sino por complicidad estructural. Las mismas corporaciones que gestionan nuestras vidas digitales también proveen infraestructura para vigilancia masiva, inteligencia artificial militarizada y sistemas de control poblacional. El poder económico y el poder político no solo se alinean; se fusionan. La soberanía, antes depositada en instituciones electas, ha migrado hacia servidores privados no electos, cuyos consejos directivos ejercen más influencia sobre nuestras vidas que los congresos nacionales. En consecuencia, la democracia no está colapsando por culpa de la “posverdad” o la polarización —estos son síntomas, no causas—, sino por obsolescencia técnica. ¿De qué sirve votar si las decisiones fundamentales sobre infraestructura, comunicación, salud, educación y hasta justicia están en manos de corporaciones extraterritoriales, regidas por lógicas de extracción y no de bien común?

Ante este panorama, no basta con indignarse. Han nos invitar a forjar una resistencia consciente y alternativas concretas. En primer lugar, romper la ilusión de libertad digital: el tecnofeudalismo funciona mejor cuando sus siervos creen que son libres. En segundo lugar, impulsar una legislación antimonopolio del siglo XXI, capaz de desarticular los ecosistemas cerrados de los gigantes tecnológicos. En tercer lugar, promover la soberanía digital personal: derecho al olvido, portabilidad de datos, prohibición de la microsegmentación predictiva con fines comerciales o políticos.

También es urgente fomentar modelos tecnológicos alternativos: software libre, plataformas cooperativas, infraestructuras comunitarias de internet, redes descentralizadas. No se trata de rechazar la tecnología, sino de repolitizarla, devolverla al ámbito de lo público y lo colectivo. Porque, como bien señala Han, no habrá un algoritmo benévolo que nos rescate. La salvación no vendrá empaquetada en una actualización de iOS.

En contextos como La Guajira —donde las brechas digitales persisten, pero también donde residen saberes comunitarios, prácticas de autonomía territorial y una larga tradición de resistencia—, esta discusión no es académica. Es vital. Tenemos la oportunidad histórica de no repetir el error del centro: adoptar la tecnología sin cuestionar su lógica. Podemos, en cambio, imaginar otras formas de habitar lo digital, ancladas en los principios de reciprocidad, cuidado, autodeterminación y justicia biocultural que han guiado a nuestros pueblos por siglos.

Al final, el tecnofeudalismo no es un destino inevitable. Es una configuración de poder que puede, y debe, ser desmontada. Porque no cambiamos posesión por acceso. Cambiamos economía por dependencia. Y esa dependencia —disfrazada de innovación, envuelta en promesas de conexión— es la nueva cadena.  Desatarla requiere algo más antiguo que cualquier algoritmo: conciencia colectiva, ética política y el coraje de imaginar un mundo donde la tecnología sirva a la vida, y no al revés. Por qué: “Quien controla el acceso, controla el comportamiento. Y quien controla el comportamiento, ya no necesita reyes ni congresos: basta con un servidor y un contrato que nadie leyó.”

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