
En el centro de Riohacha hay un sardinel de concreto agrietado que ha sido testigo de más traiciones políticas que un comité ejecutivo del partido en plena campaña. Allí, como si fueran los últimos filósofos del Caribe seco, se sientan todos los días al caer el sol Eustaquio “El Llorón” y Aníbal “El Milagroso”. Uno lleva la desilusión como si fuera su credencial de identidad; el otro, la esperanza como si fuera un trago clandestino que lo mantiene en pie frente al abismo.
Estamos a menos de cinco meses de las elecciones parlamentarias, y en La Guajira seguimos discutiendo si el agua que nos llega es más salada que las lágrimas de los niños wayuu, o si el asfalto que prometieron en el 2010 ya se evaporó junto con la credibilidad de ciertos “líderes regionales” que hoy andan en camionetas blindadas mientras sus electores caminan descalzos sobre el mismo camino que juraron arreglar.
Eustaquio, con la cara de quien acaba de leer un informe de la Procuraduría sobre los funcionarios que no cumplieron la sentencia T-302/17, suelta su veredicto con la solemnidad de un juez que ya perdió la fe en la justicia, en la humanidad y hasta en el aguardiente barato:
—¡Aníbal, hermano! ¿Otra vez con lo del “cambio”? ¿Otra vez con que “esta vez sí”? ¡Si hasta los burros saben que aquí lo único que cambia es el nombre del candidato, el logo del partido y el modelo del carro en el que se llevan el dinero de las regalías!
Aníbal, por su parte, con la camisa abierta hasta el ombligo y la mirada de quien ya vio pasar demasiadas elecciones, da un trago largo a su “chirrinchi con sabor a esperanza” y responde con una sonrisa que parece salida de un afiche de campaña de los años 90, cuando los políticos aún fingían creer en lo que decían:
—¡Eustaquio, tú eres más pesimista que un informe de la Contraloría sobre obras en Uribia! Mira, yo no digo que todo va a cambiar de un día para otro… pero si no creemos, ¿quién va a creer? Además, ¿no ves que ya hay caras nuevas? ¡Hasta una candidata trajo su plan de gobierno en tik tok!
—¡Tik tok en la política Guajira! —exclama Eustaquio, escupiendo el nombre del programa como si fuera una maldición ancestral—. ¡Hasta las cabras se ríen! ¿Y qué más trajo? ¿Un dron para repartir agua potable? ¿Un algoritmo para que los políticos no se roben el presupuesto? ¡Porque si no, ya sabemos cómo nos va: prometen escuelas y construyen mansiones en Barranquilla! ¡Prometen carreteras y pavimentan sus cuentas en el extranjero!
Y es que Eustaquio tiene razón. Porque la clase política ha perfeccionado el arte de la farsa hasta convertirla en tradición. Cada cuatro años, se presentan como “nuevos rostros”, pero sus padrinos políticos son los mismos caciques que han saqueado el departamento desde que el carbón empezó a brillar más que la dignidad de sus habitantes.
—¿Te acuerdas de aquel diputado que juró por su abuela que iba a traer agua a la Alta Guajira? —dice Eustaquio, señalando con el dedo hacia el edificio en remodelación de la Asamblea, como si allí estuviera enterrada la promesa junto con la abuela—. Pues resulta que la única tubería que instaló fue la que conectaba su casa-patio con un pozo profundo. ¡Y encima, en su informe de gestión sacó pecho diciendo que “se avanzó en la interconexión hídrica regional”! ¡Interconexión mi abuela!
Aníbal ríe, pero con una risa triste, la de quien sabe que tiene razón, pero prefiere aferrarse a algo, aunque sea una ilusión con sabor a caña.
—Bueno, pero mira, ahora hay candidatos jóvenes, con formación, con propuestas reales… ¡Hasta uno estudió en la mejor universidad de Boston y otros en Bogotá y Barranquilla!

—¡Claro, y seguro ya se apropiaron de una manera diferente de las últimas tácticas del peculado! —responde Eustaquio—. Porque aquí no se trata de formación, Aníbal. Se trata de que el sistema está diseñado para que los mismos se repartan el pastel.
Y es que la sátira en La Guajira no necesita guionistas: la realidad ya es una comedia negra con toques de tragedia griega y banda sonora de vallenato desafinado. Tenemos alcaldes que firman convenios para “mejorar la nutrición infantil” y luego aparecen en fotos comiendo langosta en Cartagena. Tenemos “lideresas” que hablan de empoderamiento femenino mientras sus contratos los firman sus primos o su pastor evangélico.
—¿Y qué me dices de ese candidato que dice que “nació en la Guajira, pero se crió en el dolor del pueblo”? —pregunta Eustaquio, con sorna—. ¡Si ese ni siquiera sabe cómo se hace una arepa de queso!
Aníbal suspira, mira al horizonte y dice, casi en un susurro:
—Pero alguien tiene que creer, Eustaquio. Si todos nos rendimos, ¿quién va a exigir? ¿Quién va a votar por algo distinto?
—¡Votar! —exclama Eustaquio, como si hubiera escuchado la palabra más absurda del mundo—. ¡Claro, votar! Como si el voto no fuera el primer paso para que te engañen con más elegancia. ¿Te acuerdas de las elecciones pasadas? Prometieron una planta desalinizadora. ¿Y qué construyeron? ¡Una cancha sintética en el barrio de los familiares del alcalde! ¡Y encima la inauguraron con un partido de fútbol entre concejales y contratistas!
—Pero… —intenta Aníbal—, al menos ahora hay más transparencia. ¡Hasta pusieron los contratos en el SECOP II!
—¡Sí, claro! —responde Eustaquio—. Pero están en PDF protegido con contraseña, y la contraseña es “nuncalasabremos”. ¡Y si logras abrirla, los números y textos están en chino!
Ambos ríen. Porque, al final del día, aunque uno vote por el partido del “aquí no se puede” y el otro por el del “sí se puede, pero con trago”, comparten más que ideologías: comparten la misma decepción repetida y la misma costumbre de sentarse en ese sardinel a ver cómo el sol se pone sobre un departamento que sigue esperando justicia, agua, carreteras, escuelas… y, de paso, un político que no huya apenas le toca rendir cuentas.
Porque en La Guajira, donde la esperanza es un bien de contrabando, lo único que no cambia es la costumbre de creer —o no creer— sentado en un sardinel, viendo cómo el sol se lleva otro día sin agua, sin justicia, pero con dos amigos que, pese a todo, siguen hablando.
Y al mismo son, un candidato guajiro —recién salido del baño con toalla de hotel cinco estrellas en Bogotá— graba un video diciendo: “Mi compromiso es con La Guajira”. Pero no dice con cuál: ¿con la Guajira real, la que muere de sed y hambre en las rancherías? ¿O con la Guajira de los discursos, la que vive en los folletos, en las encuestas y en las redes sociales donde siempre hay niños sonrientes y carreteras perfectas que no existen?
Lo curioso es que, al final de la jornada, cuando la botella llega al fondo, los dos terminan brindando por lo mismo: que no falte la vida, el trago y el sarcasmo para seguir soportando la política. En una región donde, más que votar, la gente sobrevive entre la esperanza y el desencanto, con la terquedad de quien cree que reírse de la desgracia es la única forma de no dejarse vencer por ella.
Y ahí quedan los dos del sardinel, filosofando al ritmo del viento seco: uno maldiciendo los candidatos, el otro esperando al Mesías que promete venir en marzo. Los separa la ideología, pero los une la sed. Y esa, como se sabe, en tierra guajira, es la más democrática de todas las causas.