El psicólogo Robert Cialdini definió el principio de la escasez como la forma en la cual las personas tendemos a darle mayor valor a bienes o servicios que tienen una disponibilidad limitada o son difíciles de conseguir. Reafirma además que, cuando creemos que los artículos son escasos, psicológicamente los percibimos como más valiosos y deseables.
Por otra parte, la profesora María E. Portillo, nos dice que en economía el principio de escasez señala que con necesidades ilimitadas y recursos ilimitados no podemos tener plena satisfacción de todo lo que necesitamos y, por lo mismo, debemos elegir entre varias alternativas. Nos recuerda además que, en el sistema económico nada es gratis, salvo los excepcionales bienes libres, que fueron tradicionalmente el aire, el agua y la luz solar, pero que actualmente tienden a ser escasos y sujetos a privaciones de acceso, a regímenes impositivos o mecanismos extraordinarios de control por parte de los estados.
En política, el principio de escasez es el puente entre la racionalidad económica la hacienda pública y los demás principios de conducción del estado. Sin embargo, y a pesar de ser el escenario político el responsable de predicarlo y aplicarlo, existen dos momentos del ejercicio de esta ciencia en los cuales la amnesia sobrepasa a la escasez como estratagema. Uno de ellos son las elecciones, estadio previo de acceso al poder donde las reglas económicas, morales y éticas son engavetadas en favor de otros principios nada ortodoxos. En el exante y durante electoral, la ciencia de las promesas y la gesticulación de los imposibles desbordan el discurso. Se convierten en la forma de cautivar a una masa ávida de escuchar al político, que, con su magia, pondrá a servicio de su pueblo los bienes o servicios que hasta ayer eran imposibles de obtener. Y así, a través de nuevos juramentos y “diálogos genuinos vinculantes”, el prestidigitador ataviado de culebrero, sobrepasa las reglas de la microeconómica y acerca de forma instantánea la oferta a la demanda para ilusionar a los incautos. Desde ese momento, a partir de ignición de la palabra de alguien a quien solo ven cada cuatro años, se vuelven accesible y cuasi real el acceso a bienes como servicios públicos, carreteras, viviendas, construcción de hospitales y escuelas. Y entonces, superando las barreras del descaro emocional, el esfuerzo por generar satisfacción no se queda en lo colectivo o comunitario, el político va más allá de la flexibilidad de las curvas de la oferta y salta a los individual, a la intuite persona y expande la nómina imaginariamente para dar empleo o contrato de prestación de servicios a cualquiera que se acerque con la necesidad de obtener un “puestecito” para sostener a su familia o sus caprichos hedonistas.
El segundo momento ocurre durante el ejercicio del poder, en la plenitud del gobierno. Allí, sin agüero y a costa de los principios del presupuesto público (planificación, coherencia macroeconómica, unidad de caja, programación integral y homeostasis), el político convierte en realidad “de papel” algunas de las elocuentes promesas de campaña. Si, de papel, porque en muchos de los proyectos no aparecen los frutos de las gestiones para “jalonar recursos” en Bogotá que tanto vociferó, o, por el contrario, las ilusiones de su apreciada clientela no son viabilizadas por los organismos administradores del sistema general de regalías o sucumben en el ruego de la asignación de los cupos indicativos a los congresistas amigos. Y posteriormente, cuando la frustración cede ante la escasez o ante la regla fiscal, nuestro amigo, el político-gobernante, se ingenia una fórmula mágica para vencer al principio de escasez que rige la económica de un país pobre. Fruto de ese esfuerzo, cual gitano Melquiades, despliegue una creatividad con cargo al debe para satisfacer la demanda popular y propia: recurrir al endeudamiento público. Es decir, traer los recursos del futuro al presente para que los sueños no tengan espera sin importar el costo fiscal que produzca y los efectos regresivos que se generen en la oferta de bienes y servicios públicos. Costos o esfuerzo fiscal que, como todos saben, serán pagados por los mismos demandantes a través de mayores impuestos disfrazados en una reforma tributaria (nacional o local).
Y de esa forma, con cargo al futuro, el político trata de vencer el principio de escasez para complacer sus apremios y las necesidades ilimitadas de un pueblo signado por la esperanza redentora del discurso. Con ese estilo timador, el político se niega a comprender que la única forma de danzar con el principio de la escasez es recurrir a la verdad, a la razón y a la sindéresis. Es clave entonces, que los gobernantes no se comprometan con lo inalcanzable y concentren sus esfuerzos en superar la escasez de sus mentes y emplear la vieja fórmula de las abuelas: “no ofrezcas más de lo que puedas dar”.