Edicion septiembre 17, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA
“El otorrino presidencial”
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Columnista - Arcesio Romero Pérez
Columnista – Arcesio Romero Pérez

Ah, el oído medio. Esa delicada región anatómica donde residen los huesecillos más pequeños del cuerpo humano —martillo, yunque y estribo—, pero también, al parecer, el equilibrio político del presidente. Resulta que, según su más reciente confesión en un foro internacional sobre migraciones (donde, irónicamente, habló mucho, pero escuchó poco), padece de una severa afectación en dicho oído. Una condición que, según los médicos —y ahora también los analistas políticos— puede provocar vértigo, desequilibrio y, sobre todo, dificultad para oír con claridad.

Qué oportuno, ¿no?

Porque uno empieza a pensar: ¿será que cuando el presidente gira 180 grados en sus discursos —como cuando habla de paz con un lado de la boca y de confrontación con el otro— no será un síntoma de vértigo posicional paroxístico benigno? O quizás, cuando anuncia que va a desmontar el modelo extractivista mientras firma contratos con empresas mineras, se trate de una crisis de laberintitis política, esa que hace que todo gire, pero sin avanzar.

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Y la sordera… ah, la sordera. Qué misteriosa coincidencia que justo ahora, cuando los agricultores claman por seguridad, los comerciantes por estabilidad, los padres por educación y los ciudadanos por seguridad vial (porque parece que ni los semáforos funcionan en este gobierno), el presidente anuncie que tiene problemas auditivos. ¿Será que el oído medio no le falla, sino que simplemente lo tiene desconectado cuando se trata de escuchar al país?

Claro, no es que esté sordo, no. Es que tiene una “afectación”. Como cuando tu suegra habla y tú dices que no oíste, pero en realidad solo estabas haciendo zapping mental. Petro no ignora los problemas del país, no: es que su oído medio está en huelga. Se negó a seguir procesando datos reales. “No puedo más”, le dijo el estribo al yunque. “Este hombre no escucha ni a su gabinete”.

Y por eso, queridos compatriotas, necesitamos actuar. No con plegarias, sino con urgencia médica. El presidente requiere, según sus propias palabras, un otorrino. Pero no cualquier otorrino: necesitamos uno que, especializado en sordera selectiva gubernamental, en vértigo ideológico crónico y en tinitus de populismo agudo. Alguien que le limpie el oído, sí, pero también el discurso. Que le revise el tímpano, pero también la coherencia.

Porque si no puede viajar por el vértigo, ¿cómo pretende gobernar un país que no deja de girar hacia el abismo? Si no oye los reclamos del campo, ¿cómo va a escuchar el silencio de un campesino desesperado? Si no percibe el ruido de las calles en protesta, ¿cómo va a detectar una crisis antes de que estalle?

Quizás el problema no sea tanto el oído medio como el oído político, que parece estar permanentemente en posición de avión: apagado, guardado, y sin intención de encenderse en vuelo.

Así que, doctor otorrino, si nos está leyendo: corra. Salve al presidente. Sane su oído. Pero de paso, por favor, examine también su capacidad de escucha activa, su equilibrio emocional-gubernamental y su tolerancia al sentido común. Porque si no, lo próximo que pierda no será el equilibrio físico, sino la investidura.

Y eso, ni el mejor audífono lo devuelve.

Siguiendo con el diagnóstico del presidente, no podemos dejar pasar la oportunidad de revisar su estado clínico en el ámbito fiscal. Porque si el vértigo era solo metafórico hasta ahora, con la propuesta de reforma tributaria conocida como la Ley de Financiamiento (aunque muchos la llaman la Ley de Desfinanciamiento), el desequilibrio ha pasado de figura retórica a diagnóstico confirmado. Veamos: el mandatario, desde su condición de paciente otorrinológico, presentó al Congreso una reforma que parece salida de un laboratorio de mareos. ¿Qué propone? Aumentar impuestos a los ricos —lo cual suena justo, claro, muy bonito en el discurso—, pero al mismo tiempo eliminar gravámenes que generan ingresos reales, como el IVA a servicios funerarios, porque, según dijo, “no se puede gravar la muerte”. Lo que no dijo es que sí se puede gravar la vida de los colombianos con una inflación que no para, un desempleo que crece y una clase media que ya no sabe si entierra a sus sueños o si paga el impuesto al aire que respira.

Pero lo más admirable es el equilibrio —léase: ausencia total de él— con el que maneja las presiones. Por un lado, le dice al establishment económico. Por otro, le grita al Congreso: “Aumenten el impuesto a la gasolina, que los ricos dueños de 4×4 sí pueden pagar”. Y entonces, veremos en el 2026 a los ricos pagar el IVA a los combustibles, sí, pero trasladan los costos al cliente. O sea, el que termina mareado no es el accionista, sino los pobres que tienen la necesidad diaria de transportarse en vehículos de servicio público.

Y hablemos del oído. ¿Dónde estaba su oído medio cuando los sectores productivos —agricultura, industria, pymes— dijeron, una y otra vez, que la reforma los enterraba más rápido que un funeral sin IVA? ¿No los oyó? ¿O es que su condición auditiva le impide escuchar a quienes no hablan en foros internacionales con micrófonos dorados, sino en mercados informales con bolsas de plástico y esperanza rota?

El desequilibrio es tan evidente que hasta los números parecen mareados. Se prometió recaudar billones para la justicia social, pero cuando los técnicos revisaron la cuenta, resultó que gran parte de los ingresos dependen de ingresos futuros… que aún no existen. Como si le pidieran a un enfermo de vértigo que camine sobre una cuerda floja, pero sin cuerda.

Por ahora, el gobierno insiste en que todo está bajo control, que la reforma es “justa, equilibrada y necesaria”. ¿Equilibrada? ¡Si hasta el metrónomo se descompuso al escucharla! Unas partidas se inflan como globos, otras se desinflan como llantas en vía destapada. El gasto público crece, pero la recaudación vacila. Los incentivos al ahorro se eliminan, pero los impuestos al consumo se mantienen. Y el resultado es un paciente fiscal con taquicardia, mareo crónico y tendencia a caerse del caballo del crecimiento.

Así que, doctor otorrino, cuando llegue a atender al presidente, no solo revise el oído medio. Por favor, examine también:

  • El oído fiscal: ¿puede oír el llanto de los comerciantes, de los transportadores, de los pequeños empresarios que ya no saben si cierran por crisis o por depresión?
  • El equilibrio presupuestal: ¿está alineado con la realidad, o gira como una peonza sin control?
  • El tímpano político: ¿todavía vibra con el clamor ciudadano, o ya solo responde a los ecos de su propio discurso?

Porque si no, no necesitaremos un otorrino. Necesitaremos un neurólogo. O quizás un exorcista. Porque hay cosas que no son enfermedad: son posesión ideológica. Y eso, ni con audífono se cura.

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