Edicion octubre 15, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA

“El niño que miraba el mar”

“El niño que miraba el mar”
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Columnista- Fabio Olea Massa (Negrindio)
Columnista- Fabio Olea Massa (Negrindio)

El mar y los primeros sueños

El mar de Puerto Escondido fue el primer testigo de mis sueños. Allí nací y crecí hasta los doce años, entre calles polvorientas y tardes de futbolito con mis amigos en la cancha del barrio 20 de Julio.

La brisa del Caribe acompañó mi infancia sencilla, al calor de un hogar formado por mi padre, un comerciante nato, y mi madre, ama de casa y maestra por vocación. Ambos comprendían que el estudio era la llave que abría otros horizontes. Mi niñez fue humilde, pero colmada de afecto y esperanza, compartida con mis hermanos.

En ese pequeño rincón del Caribe, mientras observaba a los pescadores regresar con sus redes al atardecer, nació en mí el deseo de superarme, de ser alguien en la vida y de llevar con orgullo —y dejar en alto— el nombre de mi pueblo.

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Frente a mi casa había una pequeña huerta que se adentraba en el mar. En la punta solía sentarme a contemplar el horizonte, con un transistor de siete bandas en la mano, escuchando las emisoras que viajaban con el viento desde Cartagena —como Emisora Fuentes— y desde las islas del Caribe, como Radio Rebelde de Cuba, que transmitían partidos de béisbol, un deporte que me apasiona desde entonces. No había señal de televisión en mi pueblo, mucho menos internet ni redes sociales como ahora.

El gran Caribe, el mar y la radio alimentaban mi imaginación. No puedo negar la fascinación que siempre he sentido por el mar: aquel inmenso espejo azul era mi universo, un llamado constante a soñar más allá de las olas.

Conservo tenuemente el recuerdo de mi primer viaje en canoa a Cartagena, cuando tenía siete años. El recorrido duraba un día: salíamos en la madrugada y llegábamos al siguiente amanecer, con los primeros rayos del sol. A pesar de haber nacido en Córdoba, conocí primero Cartagena que Montería.

En la ciudad heroica cursé parte de mi primaria en el Colegio Eucarístico del Carmen, que creo aún existe en el barrio Torices, donde mi tía era profesora y me admitieron siendo el único varón. Allí hice mi primera comunión.

La juventud y el anhelo de ser abogado

Retorne a mi pueblo a terminar la primaria. Cuando dejé Puerto Escondido para ir a Montería a cursar la segundaria, sentí que el mundo se abría ante mí. Fueron años de descubrimientos, de amistades sinceras y también de sacrificios. Estudié el bachillerato en el Liceo Montería, con la determinación de quien sabe que estudiar era la mejor herencia que podían dejarme mis padres.

En aquellos años setenta descubrí mi vocación por la lectura, la escritura y las ciencias sociales. Quería ser abogado, no solo por vocación, sino por la necesidad profunda de servir y defender lo justo.

En 1980 terminé mis estudios de bachillerato y, con la maleta llena de ilusiones, partí a Bogotá a presentarme en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. No pude ingresar, pero no desfallecí. Entonces miré de nuevo hacia el Caribe y me presenté en la Universidad del Atlántico.

Allí, entre libros, debates y largas noches de estudio, comprendí que el Derecho no era solo un conjunto de normas, sino una manera de entender la vida. La universidad me dio no solo una profesión, sino una visión del país y de la responsabilidad social que implica el ejercicio del derecho.

Siempre quise ser abogado, y el día que me gradué —el 24 de abril de 1997— recordé aquella vez en que le dije a mi profesor de trigonometría, Abelardo Arrieta, quien no estaba conforme con mi rendimiento, que no me gustaban los números. El profesor, un verdadero genio, me preguntó por qué, y yo le respondí con seguridad: “Voy a ser abogado”.

El ejercicio de la vocación

Mi primer cargo fue como personero de Puerto Escondido. Volver a mi pueblo con un título universitario y un compromiso social fue una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Sentí que los sueños de aquel niño que miraba el mar se habían cumplido. Desde esa oficina entendí que la justicia comienza en lo cotidiano: en la defensa de los derechos de la gente sencilla, en escuchar al que no tiene voz.

Culminada esa primera etapa en el servicio público, abrí mi oficina en Montería para dedicarme al litigio. Al poco tiempo ingresé a la Rama Judicial por concurso de méritos, desempeñándome como juez en San Andrés de Sotavento, en Ciénaga de Oro, del Circuito en Chiriguaná y, finalmente, en Riohacha.

Cada traslado fue una nueva lección de vida: nuevas gentes, nuevos conflictos, pero siempre el mismo propósito: decidir con equidad y con la conciencia tranquila. Ser juez fue, más que un honor, una escuela para conocer el verdadero rostro de la justicia por dentro; para comprender los desafíos que enfrenta un juez, desde las limitaciones logísticas de aquel tiempo hasta el problema de siempre: la congestión judicial.

Pese a todo fue una experiencia gratificante que me forjo profesionalmente y me enseñó a actuar con serenidad y valor.

Ya con la experiencia adquirida, me dediqué a transmitir conocimiento y ejercí la docencia universitaria como catedrático en la Facultad de Derecho de la Universidad Antonio Nariño, sede Riohacha, contribuyendo a la formación de profesionales que hoy son mis colegas y se desempeñan con orgullo en distintos ámbitos del Derecho.

De vuelta al sector público, fui asesor jurídico del Hospital de Dibulla y, a la par, presté servicios profesionales a entidades del sector salud —EPS e IPS— y a la empresa Salutati Oncología, de Barcelona, España, siempre en mi rol de abogado. En el sector privado también fui asesor jurídico en contratación para la empresa Agroin Ltda.

Los afectos y la madurez

En cada momento de mi vida hice lo que debía, y entre audiencias, expedientes y sentencias también florecieron los afectos. Llegaron los amores y los hijos, quienes dieron sentido a mis desvelos y a mis esfuerzos. La vida profesional se entrelazó con la familiar, y entendí que el verdadero equilibrio de la vida se alcanza en el hogar, junto a la familia.

Hoy, a mis 62 años, miro hacia atrás con gratitud. Doy gracias al Creador por las oportunidades que me ha regalado, la salud, y una familia que sigue siendo mi motor e inspiración para emprender nuevos retos. Han sido décadas de trabajo, de aciertos y errores, pero sobre todo de crecimiento.

He aprendido que la verdadera realización no está en los títulos ni en los reconocimientos, sino en la tranquilidad espiritual y en el deber cumplido. Disfruto de la familia, de la serenidad de los días y del privilegio de tener unos hijos a quienes he educado con el ejemplo, más que con las palabras.

Epílogo

Actualmente combino el ejercicio del Derecho con la actividad del periodismo de opinión en distintos medios, siendo miembro activo del CNP. Si algo me ha enseñado este recorrido de vida es que los sueños no se apagan con los años: solo cambian de forma. El niño que fui sigue vivo en mí, mirando el horizonte, ahora desde Riohacha, la tierra que me acogió como a su hijo, con la certeza de que servir y amar son las únicas conquistas que perduran.

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