
Un mítico grafema
La “H” (hache), es la octava letra del alfabeto en nuestra lengua castellana y su historia ha sido una de las más polémicas y conflictivas. La que usamos en castellano proviene del hebreo, denominada heth, con significado inicial de “cerrado” o “cerca”. Hubo “H” en lenguas como el fenicio, pueblo que inventó la escritura; los etruscos, los griegos, el árabe, y por supuesto, el latín donde era “haca”, de la que llega al francés como “hache”, nombre con el cual aterriza en nuestra lengua. Su representación inicial era como un vallado o una cerca, lo que podría dar cuenta de lo mucho que “atrancaría” la escritura ante la duda recurrente si una palabra de escribe con o sin “H”. Recordemos que, aproximadamente, unas dos mil palabras de nuestra lengua la incluyen en su grafía.
La mítica “H”, se vuelve un problema porque el castellano es una lengua fonética, es decir, hablamos como escribimos y escribimos como hablamos. Un verdadero dolor de cabeza representa, entonces, las dudas ortográficas, precisamente, porque la “H” ni es una vocal (que suenan solas), ni es una consonante (que suenan con otras). Es la única letra “muda” de nuestra lengua, solo se pronuncia cuando se acompaña de la “C” para formar el fonema palatal “CH”.
En la historia de nuestra lengua, durante el paso de lengua latín a dialecto y después a lengua castellana, hubo un proceso de pérdida de algunos fonemas iniciales que favorecieron el uso de la “H”. De “filho” se pasó a “hijo”, de “fermosa” a “hermosa”. Pero también casos de desaparición: de philosofia se pasó a filosofía. Lo anterior nos lleva a colegir, que la victimizada “H” no siempre fue muda, incluso, para los fenicios era un sonido aspirado como la “J”, eso lo heredamos en el habla caribeña donde “hamaqueo” lo pronunciamos como “jamaqueo”, “halar” como “jalar” y “hediondo” como “jediondo”.
¿Una escritura sin H?
En la historia de la gramática, varias veces se ha propuesto el entierro de la “H” como manera de despejar de dudas ortográficas la escritura. El famoso lingüista venezolano Andrés Bello, pidió su proscripción de la lengua hacia 1823; pero, fue nuestro García Márquez el más vehemente en su pedido ante la Real Academia de la Lengua y el Instituto Cervantes. “Enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver”, reclamó el escritor colombiano al inaugurar en 1997 el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas, México. Dijo entonces, ante dos nobeles más, y el mismo rey Juan Carlos de Borbón, que abogaba por no “meter en cintura” a la lengua, sino “liberarla de sus fierros normativos”.

Pero ni la Real Academia, ni el Instituto Cervantes ni la comunidad académica le siguió “la jarana” al escritor colombiano y el tema se enfrió. Los poetas no son, precisamente, los más acatados en su permanente rebelión ante la dictadura de la norma ortográfica. Gabo se rehusó a la puntuación en “El otoño del patriarca”, César Vallejo en “Trilce” despedaza la ortografía y Vargas Vila desafió a Caro y Cuervo, godos y gramáticos, desoyendo normas estrictas de escritura.
La resistencia normocéntrica
A los españoles tampoco les cayó bien la propuesta revoltosa. Aunque hoy hay más hablantes en Latinoamérica y es donde ha alcanzado su mayor esplendor, los hispánicos siguen celosos de un patrimonio que ya es compartido. El periódico español “El Mundo”, de manera irrespetuosa, respondió entonces en una nota editorial: “el hecho de ser un gran novelista no significa que sean grandes sus ideas. A veces las tiene disparatadas” y tildó la propuesta como “una bobada”.
Gramáticos como Rafael Lapesa, Antonio Buero Vallejo y Francisco Rodríguez Adrados, valoraron como carente de sentido la propuesta, lo que demuestra que el peso de la historia, la tradición y el principio conservador, han jugado a favor de la “H”. Su argumento es que, si la eliminamos, habrá confusión entre “hay” y “ay” o entre “asta” y “hasta”, para dar solo dos ejemplos.
La norma que libera
García Márquez, expresó esa vez, que su propuesta eran “como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras”. Ese dios como que lo ha escuchado, porque, años después, aunque no ha desterrado el uso de las haches, la Real Academia de la Lengua Española, hoy acepta la escritura de muchas palabras con o sin “H” y otras sugerencias de Gabo.
Por eso, hoy es aceptado gramaticalmente, que se escriba buhardilla o boardilla, alacena o alhacena, alelí o alhelí, auyama o ahuyama, baraúnda o barahúnda, bataola o batahola, desarrapado o desharrapado, sabiondo o sabihondo. Por simple economía lingüística, quienes escriban van a preferir las formas sin “H” y eso generará, con el tiempo, que “La muda”, vaya teniendo un entierro que pudo haber sido de primera con un sepulturero de la talla de García Márquez, el que mejor usó esta lengua después de Cervantes.