
Queridos lectores, hoy nos adentraremos en el profundo y sofisticado análisis de una institución que define la esencia misma de nuestra querida Guajira: la cultura del “dame”. No se trata solo de una práctica social, sino de un sistema político, económico y filosófico que ha logrado sobrevivir a siglos de cambios, revoluciones y hasta a las ofertas 2×1 del supermercado.
Imaginen, si me permiten la licencia poética, una sociedad feudal moderna donde los señores no son terratenientes con castillos, sino cualquier individuo con una posición estratégica en la fila del racionamiento o con acceso a la nevera ajena. Aquí, el lema nacional no es “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, sino más bien “Dame, Dame, Dame”, un mantra que resuena desde las rancherías hasta las terrazas de los edificios.
En este peculiar modelo de organización social, el acto de pedir no es visto como una debilidad, ¡ni mucho menos! Es una habilidad refinada, un arte que se transmite de generación en generación con tanto orgullo como la receta del arroz con coco. Desde temprana edad, los niños guajiros aprenden que el hambre no se sacia trabajando la tierra ni estudiando ingeniería, sino pidiendo. ¿Para qué sembrar cuando puedes decirle a tu vecino: “Oiga, compadre, deme un plátano, ¿que aquí en mi casa estamos comiendo aire sazonado”? Así, la agricultura queda relegada al olvido, mientras florece la industria de la mendicidad creativa.
Pero no nos engañemos pensando que esta cultura está limitada a los estratos más humildes. Al contrario, el “dame” permea todas las capas sociales. En las altas esferas de la política regional, por ejemplo, los líderes locales han perfeccionado el arte de extender la mano.
Y aquí radica la genialidad del sistema: es autosuficiente. Nadie produce nada original, pero todos tienen algo que ofrecer (o quitar). Si necesitas azúcar, vas donde tu prima; si necesitas un favor, acudes al concejal; si necesitas un milagro, rezas al santo de turno, pero con la firme convicción de que alguien, en algún lado, te lo dará. Es una economía circular donde el recurso más valioso no es el dinero, ni el carbón, ni siquiera el sol inclemente que nos achicharra, sino la capacidad de pedir sin pudor.
Claro, habrá quienes digan que esta forma de vida nos ancla en el subdesarrollo, que fomenta la dependencia y mata la iniciativa individual. Pero esos críticos no entienden que el “dame” no es simplemente una costumbre, sino una filosofía existencial. Es la respuesta guajira al capitalismo salvaje: si no puedes competir, adapta el parasitismo a tu favor. Es Darwin llevado al extremo: no sobrevive el más fuerte, sino el que mejor sabe pedir.
Descansemos un rato y pensemos en los beneficios colaterales. La cultura del “dame” fomenta la solidaridad, aunque sea involuntaria. ¿Quién puede negar que hay algo profundamente humano en obligar a tu vecino a compartir su almuerzo contigo? También promueve la creatividad verbal: nadie dice simplemente “dame”, sino que lo adorna con frases como “¡Ay, hermano, tú sabes que yo soy gente buena!” o “Esto es solo un préstamo, mañana te lo devuelvo… o pasado, o quizás en otra vida”. Es poesía en acción.

Reconozcamos que este sistema tiene sus riesgos. La principal amenaza para la sostenibilidad del “dame” es la aparición de individuos peligrosos: aquellos que responden con un rotundo “no”. Estos herejes ponen en peligro el equilibrio natural del manganzonismo colectivo. Por fortuna, la sociedad guajira ha desarrollado mecanismos efectivos para neutralizarlos, como el ostracismo social, las miradas fulminantes y, en casos extremos, el chisme letal.
Si pensamos en términos biológicos, la cultura del “dame” funciona exactamente como una relación de parasitismo. El parásito (el que pide) obtiene recursos del huésped (el que da) sin ofrecer nada a cambio más allá de gratitud efímera o promesas vacías. Sin embargo, hay un giro interesante: en muchos casos, el huésped también se beneficia, aunque sea indirectamente. Por ejemplo, el rico local sabe que mantener contentos a sus “parásitos” le garantiza cierto estatus social y protección contra futuras demandas excesivas. Es como si el huésped desarrollara una tolerancia controlada hacia el parásito, convirtiendo la relación en una especie de simbiosis imperfecta.
Y por supuesto, no podemos hablar de la cultura del “dame” sin invocar —siempre con respeto, claro está— el uso y abuso que se le da a ciertos versículos bíblicos. Mateo 7:7, ese gran pilar espiritual que dice “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”, ha sido reinterpretado en nuestra región como una especie de mandamiento divino para justificar cualquier solicitud, por descabellada que sea. ¿Necesitas un préstamo? Mateo 7:7. ¿Quieres que te presten el auto para ir a una fiesta? Mateo 7:7. ¿Te urge una caja de cervezas porque “hoy es sábado”? ¡Mateo 7:7 al rescate!
Pero aquí viene lo más gracioso: parece que algunos guajiros han entendido este versículo como una orden unilateral. Es decir, solo aplican la parte de “pedid, y se os dará”, pero omiten convenientemente aquello de “dad, y se os dará”. Así, mientras muchos citan la Biblia para pedir prestado, pocos están dispuestos a devolver lo que tomaron.
Así que, estimados lectores, la próxima vez que alguien les diga “dame”, no lo vean como una imposición, sino como un homenaje a nuestra idiosincrasia. Somos un pueblo que ha convertido la pedigüeñería en una forma de gobierno, la desvergüenza en una virtud y el favor en moneda de cambio. Somos, en definitiva, los reyes indiscutibles del feudalismo moderno.