Edicion julio 5, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA

El atentado no empezó con la bala

El atentado no empezó con la bala
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Columnista - Gonzalo Gómez
Columnista – Gonzalo Gómez

Esta columna no busca defender a unos ni acusar a otros. Tampoco calla ante el atentado, lo condena sin matices. Pero frente al clima que se respira en Colombia, sí propone algo más difícil: pensar. Pensar sin rabia, sin consignas. Pensar con el alma abierta y la razón despierta.

Colombia es un país donde a menudo se confunden las causas con sus consecuencias. Donde el miedo se utiliza como herramienta de campaña, la polarización se confunde con participación y la crítica se vuelve sospecha de traición. El sábado pasado, tras el atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, muchas voces se han alzado para condenar la violencia. Y está bien. Toda violencia política merece repudio. Pero algo inquieta en ese repudio: su repentina selectividad.

Quienes antes sostenían discursos incendiarios, estigmatizantes, de trincheras, hoy reclaman mesura. Quienes en su momento justificaron balas contra la palabra ajena, ahora se proclaman víctimas del lenguaje del otro. ¿No es esta una paradoja? ¿No estamos viendo cómo el odio cambia de bando con la misma facilidad con la que cambia el viento?

Colombia es un país que rechazó, en las urnas, un acuerdo de paz. Un país donde se celebra que los acuerdos se rompan si no fueron firmados por “los nuestros”. Un país donde un expresidente visitaba zonas de guerra para alentar el No, mientras otro pedía votar Sí como quien ruega en medio de la tormenta. Un país que eligió, por primera vez, a un gobierno de izquierda —y con ello, se desataron todos los fantasmas posibles, reales e inventados. Desde entonces, el país parece vivir en una especie de sismo permanente: la institucionalidad tambalea, la oposición grita, el oficialismo responde con desdén. Y en medio de todo, la ciudadanía se parte, se hiere, se agota.

En este ambiente, cada palabra pesa. Y por eso mismo, no se puede equiparar cualquier palabra. El Presidente no es un tuitero más. No es un activista ni un parlamentario opositor. Es la figura institucional más alta del país. Su palabra es política de Estado, no simple opinión. Por eso, cuando se excede —y se ha excedido— en sus declaraciones, cuando responde con desdén o irrespeto a quienes piensan distinto, no es sólo una torpeza: es una falla ética.

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No se trata de restarle responsabilidad a la oposición. Es evidente que hay sectores que no han reconocido la legitimidad del actual gobierno desde el primer día. Han hecho política con la mentira, el miedo, la caricatura. Han promovido el odio con retórica de guerra santa. Pero hay una diferencia fundamental entre quien ataca desde la orilla y quien responde desde el centro del poder. No se puede equiparar al Estado con un grupo armado. Como tampoco es lo mismo que a un ciudadano lo agreda un criminal a que lo violente la Policía. La legitimidad implica un compromiso superior, incluso con quienes no creen en ella.

En este contexto, urge pensar la violencia política no solo como acto, sino como ambiente. La violencia no comienza con la bala. Comienza con el desprecio, con la descalificación sistemática, con la reducción del otro a enemigo. Comienza cuando el adversario político se convierte en blanco, cuando se vuelve normal hablar de “exterminar la oposición” o “destruir a este gobierno”. Las redes sociales son hoy el escenario de esa violencia previa, la que siembra el terreno para que la física no parezca tan absurda.

Hay que decirlo con claridad: en Colombia hemos vivido todas las formas de violencia. Y muchas veces, las más dañinas no son las que estallan, sino las que erosionan en silencio. El lenguaje que segrega, que insulta, que divide. El silencio cómplice frente a la corrupción. La impunidad que corroe desde adentro. El odio que se recicla cada cuatro años.

Por eso, lo que duele hoy no es solo el atentado. Es la forma en que, incluso ante el horror, algunos aprovechan para sacar réditos políticos. La manera en que se instrumentaliza el dolor, se manipula el miedo, se repite la historia. Es el bucle trágico de un país que no ha sabido hacer de sus heridas una lección.

¿Hay salida? Sí. Pero no es fácil. Y no empieza con una nueva consigna. Comienza con una renuncia: renunciar al odio cómodo, al enemigo prediseñado, a la pureza de la trinchera. Comienza con la apuesta de ver al otro no como amenaza, sino como parte de la misma incertidumbre compartida.

Esta columna no es ingenua. Sabe que hay violencias más allá de las palabras. Que el narcotráfico sigue siendo el gran financiador de la guerra, que la corrupción institucionalizada impide que haya consecuencias. Pero también cree que sin una ética del lenguaje, todo lo demás se vuelve ruido.

Por eso, este es un llamado a la altura. A todos. A quienes hoy gobiernan y a quienes aspiran a hacerlo. A las ciudadanías activas y a los indiferentes. Colombia no puede seguir cayendo en la lógica de la revancha. Porque cada vez que creemos estar castigando al otro, nos estamos condenando a nosotros mismos.

No es a punta de plomo como se atacan las ideas. Pero tampoco es a punta de gritos como se construye país. El desafío, quizá, está en lograr algo revolucionario: no odiar al que piensa distinto.

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