
“La educación no cambia el mundo: cambia a las personas que van a cambiar el mundo.”
—Paulo Freire
Si en las columnas anteriores dijimos que la paz necesita justicia —social y penal—, hoy debemos dar un paso más profundo: sin una transformación ética, ninguna reforma perdura. No basta con redistribuir recursos o castigar al corrupto si seguimos educando en el desprecio, la desconfianza o la trampa.
Porque la violencia cultural no se supera con decretos, sino con consciencia. Y si en la entrega anterior enfrentamos la violencia estructural, hoy abordamos su raíz más silenciosa: una cultura que ha aprendido a normalizar la corrupción, la violencia contra las mujeres, la trampa como estrategia, y el desprecio por lo común.
La consciencia no nace sola: se forma, se cultiva, se transmite. La ética no es una herencia genética ni un instinto moral: es una siembra paciente que empieza en casa, se refuerza en la escuela y se vive en la calle.
Colombia no solo necesita leyes más justas: necesita personas más íntegras. Y eso comienza por repensar qué estamos enseñando —y quiénes lo están enseñando— en un país donde el cinismo ha sustituido a la vergüenza y el mérito a veces se castiga.
Educar para la ética: recuperar el sentido de lo público y lo justo
La educación nunca es neutra. Toda pedagogía —explícita o implícita— transmite una forma de entender el mundo, de habitar lo común, de asumir la vida en sociedad. En Colombia, ese modelo ha sido torcido por la costumbre de la trampa, el atajo y el “todo vale”. No se trata solo de una falla técnica del sistema educativo, sino de una falla ética en la manera como hemos decidido convivir.
Por eso, educar para la paz exige más que enseñar valores en abstracto: implica formar una ciudadanía crítica, consciente, respetuosa de lo colectivo y capaz de rechazar la injusticia. La escuela, lejos de ser un espacio de repetición curricular, debe convertirse en un semillero de responsabilidad, decencia y dignidad. Desde no copiarse en un examen hasta cuidar lo que es de todos. Desde valorar la excelencia hasta negarse a normalizar el abuso. La educación debe ser el terreno donde vuelva a florecer un ethos republicano: ese que enseña que lo público es sagrado y que el corrupto merece desprecio, no aplausos.
Pero esta transformación solo es posible si quien forma también ha sido formado. No se puede educar para la ética desde el cinismo, ni para la virtud desde el oportunismo. La figura del maestro debe ser rescatada como guía moral, no solo como ejecutor de un currículo. Y eso no depende solo de su vocación personal: requiere una política estatal que lo prepare, lo acompañe y lo dignifique. Costa Rica, por ejemplo, apostó desde hace décadas por un sistema educativo centrado en el valor del maestro. Hoy es uno de los países con mayor cohesión social y menor violencia en la región.
Colombia necesita con urgencia una política similar: que forme éticamente a sus docentes, que les devuelva el prestigio perdido y que los libere de condiciones laborales que contradicen los valores que deben enseñar. Porque si el maestro no es respetado, el mensaje de respeto pierde credibilidad.
Y, aun así, la escuela no puede sola. La familia, los medios, los líderes sociales, las redes digitales, la calle misma… todos forman o deforman. Un niño ético puede incluso corregir a su entorno adulto, si encuentra el respaldo necesario. Por eso, la educación para la paz debe ser comunitaria: una alianza de todos los actores sociales para recuperar el respeto, el deber, la palabra.
En los años 90, Bogotá ensayó algo parecido con las campañas de cultura ciudadana. Desde simples carteles hasta intervenciones callejeras, se trataba de recordarle a la gente que vivir juntos implicaba unas mínimas reglas de respeto. Hoy necesitamos recuperar ese espíritu, pero con más profundidad: no como slogans simpáticos, sino como una pedagogía continua y coherente.
Porque la ética no se aprende como lección, se siembra con el ejemplo. En casa, en clase, en la política, en la vida diaria. Y así como el desprecio, el cinismo y el abuso se han transmitido durante generaciones, también podemos aprender —y enseñar— otra manera de vivir lo común: una donde no se celebre al que miente, sino al que cumple. Donde no se admire al corrupto, sino al que sirve. Donde ser decente no sea sinónimo de ingenuo, sino de valiente.

Propuesta concreta para Colombia: una pedagogía ética republicana
Colombia necesita una pedagogía ética republicana como columna vertebral de su transformación. No basta con inspirarse en modelos exitosos —como Japón, Finlandia o Costa Rica— si no diseñamos uno propio, ajustado a nuestras heridas, nuestras potencias y nuestra urgencia histórica.
Esta pedagogía debe sostenerse en cinco ejes fundamentales:
- La escuela como espacio ético: más que transmitir contenidos, debe formar carácter, conciencia y respeto por lo público.
- Dignificación del maestro: una política nacional que lo forme en ética, lo acompañe y le devuelva el prestigio perdido.
- Currículo visible y coherente: donde la ética no sea una asignatura decorativa, sino un eje transversal en todas las materias.
- Alianza educativa social: familia, medios, iglesia y comunidad también educan; deben ser parte activa del proceso.
- Educación pública fuerte: que llegue con calidad y dignidad a los territorios más olvidados.
La paz también se enseña, se cultiva y se contagia. No estamos condenados a repetir la trampa: podemos educar en la decencia.
Educar para desactivar la violencia
Educar para la paz no es un lujo pedagógico: es una necesidad ética urgente. Porque sin transformación cultural, toda reforma social o institucional será frágil. La cultura de la trampa puede anular cualquier política pública, y el desprecio por lo común impide que florezca el respeto mutuo.
No basta con redistribuir recursos ni castigar al corrupto si seguimos formando generaciones sin conciencia ética. La paz no es solo la ausencia de armas: es la presencia del respeto, de la responsabilidad, de la dignidad compartida.
Y eso —en Colombia— debe enseñarse desde la infancia, sembrarse en la escuela, modelarse en el hogar y sostenerse en la sociedad. La ética no se impone: se cultiva.
Porque solo cuando educamos para la integridad, dejamos de heredar la violencia. Y solo así, la paz deja de ser un discurso, para convertirse en una forma real de vivir lo común.
Nota del autor: Hoy dimos un paso hacia la transformación cultural: si la violencia se aprende, también puede desaprenderse. Y la educación —ética, pública y comunitaria— es el punto de partida. En la próxima entrega: el Estado como garante. Porque sin autoridad legítima que proteja la vida, aplique justicia y cuide el bien común, la paz seguirá siendo una promesa sin defensor.