
Hace apenas tres años, el presidente Petro subió al escenario del Congreso con el ímpetu de un profeta recién bajado del Monte Sinaí, prometiendo que su gobierno sería el puente entre Colombia y una era post-violencia. “No más sangre”, dijo. “La paz es posible”, clamó. Y nosotros, ingenuos, le creímos.
Hoy, mientras los cuerpos aparecen colgados de árboles en el Catatumbo, mientras los niños del Chocó duermen con fusiles de guerra como compañeros de cuarto, el presidente nos habla de “diálogos estratégicos”, “procesos de desmovilización” y “reincorporación sostenible”. ¿Sostenible? ¿Sobre qué base? ¿Sobre los huesos de más de 150 líderes sociales asesinados en lo que va de gobierno? ¿Sobre los escombros de las escuelas incendiadas en el Cauca? ¿Sobre el silencio cómplice de un gobierno que condena con un tuit y luego se va a almorzar con su ministro de turno?
Y Petro, nuestro comandante en jefe de la ambigüedad, sigue navegando entre la poesía y el caos. Un día anuncia que “la paz avanza”, y al siguiente, su ministro de Defensa reconoce que no controlan el 40% del territorio nacional. ¿Avanza? Sí, avanza… hacia atrás. La política de “besos, no balazos” ha resultado ser tan efectiva como tratar de apagar un incendio forestal con un atomizador de perfume. Los grupos armados no quieren besos. Quieren territorio, coca, impunidad y, si es posible, un puesto en el gobierno. Y si el presidente sigue así, no me extrañaría ver pronto a un capo de los disidentes sentado en el Consejo de ministros, encargado de “Desarrollo Rural y Cultivo de Coca Sostenible”.
Ahora estamos peor que en la “República de Derecha”. No hay paz. Hay un vacío. Un vacío que los fusiles llenan con facilidad. Entonces, ¿dónde estamos? No en la paz total. Tampoco en la guerra total. Estamos en el terror total: un estado permanente de zozobra donde el Estado es un espectador distraído, los criminales son los protagonistas, y el pueblo, como siempre, el escenario. Un escenario donde los diálogos lucen orondos sin resultados. Donde los protocolos de seguridad que solo funcionan en Power Points.
Y si pensaba que en la primera entrega de esta crónica del desastre ya había tocado fondo, se equivocó. El hoyo sigue bajando hasta la escalofriante realidad de un Estado que se desarma y observa como el narcoterrorismo se convierte en una multinacional con sede en la selva, oficinas en Caracas, alianzas estratégicas en Sinaloa y presupuesto infinito. Hablemos claro, el ejército no está preparado. Está desnutrido, sin respaldo y, desesperado. Mientras las fuerzas armadas del Estado, con un presupuesto que parece sacado de una novela de Kafka, intentan rastrear a estos grupos con mapas de papel y comunicaciones que se caen si llueve. El enemigo, en cambio, opera con drones de reconocimiento, cámaras térmicas, encriptación militar y redes satelitales. Algunos reportes indican que hasta usan software de inteligencia artificial para predecir los movimientos de nuestras tropas. ¿Y nosotros? Aún discutimos si el general debe tener internet en el puesto de mando.

Y no es solo el armamento. Es la inteligencia. O, mejor dicho, la ausencia de inteligencia. Nuestros servicios de información, una vez temidos incluso por los capos, ahora parecen una oficina de correos con aspiraciones. Porque en un escenario donde los carteles mexicanos financian operaciones con millones de dólares en criptomonedas, y Venezuela actúa como santuario, logística y centro de lavado, nuestras agencias de inteligencia no pueden seguir enfrascada en tratar de descifrar señales de humo.
Pero, ¿de dónde sacan este arsenal tecnológico los progres terroristas, como los llama con sorna un coronel retirado? Ah, aquí viene lo mejor: de la geopolítica del crimen organizado global. Porque se deben presente que Colombia ya no es un problema local. Es un nodo estratégico en una red criminal que une a los carteles de Sinaloa, los grupos paralelos en Venezuela (bajo la benevolencia del régimen de Maduro), y hasta células en Centroamérica y Europa. Y esta red no opera como una pandilla de barrio. Opera como una corporación multinacional del terror. Piénselo:
- Financiación: cientos de millones de dólares anuales, movidos a través de criptomonedas, bancos en paraísos fiscales y testaferros en varias ciudades de la Unión Americana.
- Logística: rutas marítimas, fluviales, aéreas (sí, aviones no tripulados que cruzan la frontera venezolana como si fuera un Uber del narco).
- Tecnología: drones comprados en mercados grises de Medio Oriente, radios encriptadas de fabricación china y hasta servidores en la nube para coordinar operaciones.
- Mercadeo: no venden solo coca. Venden control territorial. Y lo hacen con una eficiencia que envidia cualquier franquicia de comida rápida.
Y en medio de este imperio del crimen, ¿qué hace el Estado? Reduce el presupuesto de Defensa para “invertir en paz”. Desmoviliza unidades de élite para “evitar confrontaciones”. Y nombra generales que más parecen conferencistas de autoayuda que comandantes de guerra. “La paz no se construye con fusiles”, dice Petro. Claro, presidente, pero tampoco se construye con discursos frente a cámaras mientras los sicarios reclutan menores con PlayStation y dólares en efectivo.
Y aquí está el punto más siniestro: esta no es solo una guerra por el control del narcotráfico. Es una guerra por la gobernabilidad. Los grupos armados no quieren solo vender droga. Quieren gobernar. Y lo están logrando. En municipios de la Colombia profunda, las decisiones las toman los jefes de plaza, no los alcaldes. Allí, el Estado no llega. O llega muerto, colgado de un puente.
Entre tanto, las multinacionales del crimen expanden sus marcas con la complicidad pasiva de gobiernos vecinos, la indiferencia de organismos internacionales y la torpeza ideológica de un gobierno que insiste en ver el conflicto como un malentendido social, no como una guerra asimétrica contra enemigos que no firman tratados, solo firmas en contratos de muerte.
Entonces, ¿qué queda? Queda el pueblo. Quedan los líderes sociales que aún denuncian, aunque saben que su nombre ya está en una lista. Quedan los periodistas que escriben con miedo, pero con más coraje. Y queda la verdad: que no hay paz total cuando el Estado ha perdido el monopolio de la fuerza, y el terror tiene más tecnología, más dinero y más poder que el ejército que debería combatirlo.