En época electoral, donde las aspiraciones humanas y la voluntad popular confluyen, se requiere no solo de los afectos y el reconocimiento de la gente, sino del testimonio de confianza que otorgan los partidos políticos o en su defecto de las firmas del elector primario. Pero no basta solo con eso. No importa entonces si el aspirante encarna los mejores propósitos o si en él convergen todas las virtudes teologales, o está parado en el momento justo de la historia, o merece portar el mejor de los rótulos en una sociedad “ser una gran persona”. En realidad, para ejercer el derecho a ser el elegido se necesita posar como el ungido de una colectividad llamada partido, cuyos directivos, al momento de postular candidatos a las corporaciones públicas y cargos uninominales posan de jueces de la moral y árbitros de la sindéresis del capricho y de la voluntad del “quien todo lo puede”.
La figura del aval electoral podría considerarse como la “concreción de la facultad” del derecho a ser elegido y por ende en el eje primordial de la democracia representativa. Sin embargo, antes de analizar otros “meollos”, es menester precisar la interpretación del término “aval” en el ámbito político, el cual puede considerarse una garantía que otorgan los partidos y movimientos sobre las calidades de sus candidatos y el chequeo de los requisitos para su elección. Es, además, un ejercicio previo basado en los principios de la responsabilidad política. Principios cuyo fin es disminuir el riesgo en el otorgamiento de avales y, por ende, blindar a la democracia de la injerencia de las fuerzas del mal que fracturan la democracia: crimen organizado, grupos armados ilegales, narcotráfico y otros delitos. Y con base en ese criterio y las normas vigentes, los directivos de los partidos se protegen en otorgar el famoso documento en función a la extensión de la responsabilidad por un mal desarrollo de la “debida diligencia”.
En razón a la promulgación de Ley estatutaria 1475 de 2011, se establecieron mecanismos de coraza para que los partidos y movimientos pueden otorgar avales, pues, pueden verse abocados en sanciones como la suspensión o privación de la financiación estatal, la suspensión de la personería jurídica o la suspensión del derecho a inscribir candidatos hasta la cancelación de la personería jurídica. Y entonces, respaldados por el temor de un régimen sancionatorio drástico, los directivos, revestidos de “magistrados” de las ciencias de la moral y la ética, se reservan el derecho de admitir a quienes los representen. Y es precisamente por ese afán exegético de medir con diferentes raceros que los partidos y movimientos violentan los derechos de los ciudadanos y los principios de organización y funcionamiento: participación, igualdad, pluralismo, equidad e igualdad de género, transparencia y moralidad.
Prima, a nuestro parecer, el temor de ser puro y casto al verificar las condiciones y los “qué dirán” a la hora de postular candidatos. Y con base en esa máxima funcional, los partidos y movimientos ejercen su misión de comprobar la existencia o no de inhabilidades e incompatibilidades de los aspirantes. Pero no solo se dedican a realizar las consultas en aspectos penales, fiscales y disciplinarios de los posibles elegidos. Su escrutinio va mucho más allá. Dedican buena parte del tiempo a otros menesteres menos propios de la democracia ideal. Y así, como al mejor estilo de la ficción garciamarquiana, auscultan y a reciben de oídas todo tipo de impresiones o imprecisiones sobre los solicitantes. Saltan llenos de ira y prevención sobre los chats, correos, informes o llamadas telefónicas llenas de palabrerías sobre las condiciones poco plausibles de quienes acuden a sus ventanillas únicas. No son más que versiones novelescas que obedecen, en muchos casos, a una lectura ilegible de la realidad y a episodios de la malquerencia y el vengativo asomo de las zancadillas morales. Zancadillas que surgen desde el canibalismo político hasta la envidiosa animadversión que profesan dirigentes regionales o locales por posibles competidores a los cuales hay que sacar por medio de los sombrerazos de los bochinches o la magia de la intriga que se gesta como el mejor operador judicial y parajudicial en la tierra del “Nunca acabar”.
La Guajira no es ajena a esas viejas virtudes. En la tierra del “fraude de Padilla” pululan los improperios y cuestionamientos a algunas candidaturas. Fruto de ello es la imposición de restricciones tácitas como barreras de entrada. Van desde el capricho de un congresista en frenar las aspiraciones de un concejal por su poco atractivo físico y la simpatía a una causa diferente a la suya, hasta la asignación de culpabilidad oprobiosa de un partido a un aspirante a la asamblea por fotografiarse junto a una dirigente de la política departamental, calificándolo además de falta de dignidad y de exceso de compromiso con las fuerzas del mal. Cuestionado además por sus antecedentes y tachas inexistentes, el aspirante tuvo que soportar el “paseo millonario” de los avales, pues al tocar las puertas de otros partidos fue sometido a “requisitos” de onerosa calificación y despedido por los vientos del desprecio económico y su nueva condición de indigno. En otro caso de singular proceder, un partido rechazó la solicitud de una aspirante a la alcaldía por una “jugadita” de cobro de saldos políticos y desatenciones electorales como militante, hecho que lo condenó al ocaso y forzó su declinación a participar en la presente contienda. Hay otros casos menos sonoros, pero con ruidos paradójicos, como el aspirante que no logró su coaval a la alcaldía por ser demasiado “azul” o la aspirante a otra alcaldía, rechazada por “no ser demasiado azul”. En cambio, encontramos el júbilo de otros demócratas, quienes, a pesar de no contar con la confianza popular, disfrutan del sello garante de cuatro, cinco o seis avales que garantizar una decorosa y merecida participación en el juego.
Esas circunstancias, tragicómicas por demás, de negar los avales a candidatos cuestionados por antecedentes simpáticos, aunque sobre ellos no pese ninguna sanción legal o inhabilidad, resquebraja la democracia interna de los partidos y deja en entredicho la cualificación de sus directivos y comités departamentales. Comités que además fungen como juzgados promiscuos del contubernio y la musicalidad de quienes se congracian con los padecimientos de los “Nadies” políticos a costas de su beneficio personal. No puede entonces, servir el otorgamiento de avales para refrendar los niveles de adulación a los grandes políticos nacionales y regionales en desmedro de los deseos aspiraciones del capital político de la provincia, que como todo remedo periférico solo le resta crecer a la sombra del árbol más grande y “digno”.
La crítica a estas conductas no es una invitación a la improvisación y a vanagloriarse con la precariedad organizacional de los partidos y con sus endebles cimientos morales, por el contrario, es un llamado a no caer en la laxitud de tazar la moralidad como una función matemática para acumular votos y poder local basada en los aprecios del “lleva y trae” y de los efluvios misteriosos de las bajas pasiones y los inconfesables prejuicios.