
Había llegado a Cournonterral, un pequeño pueblo del sur de Francia, la tarde anterior, con la intención de presenciar de primera mano la festividad de los Pailhasses. Mi interés iba más allá del simple turismo; buscaba comprender esta tradición desde dentro, explorando sus raíces, su significado y su posible conexión con los Embarradores de Riohacha. No había decoraciones ni anuncios, pero la gente del pueblo se movía con una ansiedad contenida. En el bar, en los comercios, en las calles de piedra, la conversación giraba en torno a lo que sucedería el Miércoles de Ceniza. Nadie lo explicaba con demasiados detalles, pero la sensación era clara: estaba por presenciar algo que no estaba hecho para espectadores.
A través de Christine, la administradora del único hotel del pueblo, tuve la dicha de conocer a Olivier Menéndez y Gaëlla Loiseau, dos nuevos amigos, conocedores de la tradición, que se convirtieron en excelentes anfitriones y guías. Me explicaron cómo vivir la experiencia, qué esperar de los Pailhasses y, sobre todo, qué significaba realmente la tradición para el pueblo. Sin ellos, mi perspectiva habría sido completamente distinta. También ayudaron a facilitar que mi experiencia no fuera la de un turista no bienvenido, sino más bien la de un invitado al juego que todo el pueblo conocía.
El carnaval en Cournonterral no tiene carrozas ni coreografías ensayadas. Su origen se remonta a 1346, cuando una disputa territorial entre los habitantes de Cournonterral y el vecino pueblo de Aumelas derivó en un enfrentamiento. Para ahuyentar a sus rivales, los de Cournonterral idearon una estrategia: se cubrieron con vino, sangre y desechos, y adoptaron un aspecto aterrador. La táctica funcionó, y desde entonces, la historia se recuerda cada Miércoles de Ceniza, con una persecución simbólica en la que los Pailhasses—vestidos con ropas viejas y empapados en lías de vino— persiguen a los Blancs, aquellos que aún están limpios. Si no estás manchado, eres un objetivo. El juego consiste en correr, esquivar y tratar de evitar ser embadurnado por los Pailhasses, quienes, con paciencia y astucia, persiguen a los Blancs hasta que no quede nadie limpio.

Desde temprano, el pueblo se alista para la jornada, mientras la expectativa crece entre sus habitantes. La calma de la mañana contrasta con la inminente transformación de las calles, que en pocas horas serán el escenario de un ritual cargado de historia y simbolismo. Las lías de vino se vierten en grandes canecas estratégicamente distribuidas por todo el centro de Cournonterral, listas para el momento en que todo comience. Mientras tanto, comienza la transformación de los Pailhasses.
El ritual de vestimenta sigue un proceso meticuloso: se colocan botas y polainas, luego un pantalón y una camisa blanca. Sobre el torso, se cubren con un saco de yute relleno de paja, dejando aberturas para la cabeza y los brazos. Cada Pailhasse es ayudado por otros, quienes se encargan de ajustar la paja en la parte delantera, trasera y sobre los hombros, asegurándose de que quede bien compacta para dar la apariencia de un cuerpo voluminoso y amenazante.
En la cabeza, colocan el gibus, un sombrero de copa negro, adornado con siete plumas de pavo que simbolizan la virilidad y el orgullo. A ambos lados del cuerpo, sobre los hombros, llevan ramas de boj, un elemento que representa la resistencia. Finalmente, los “peilles”, tiras de tela recuperadas de los sacos de yute, sirven como último accesorio para garantizar que el Pailhasse pueda ensuciar mejor a los Blancs durante la persecución. El resultado es una figura imponente y aterradora. El saco les da robustez, el gibus los hace parecer más altos y las ramas de boj y las plumas refuerzan su papel como los cazadores del juego. No solo es un disfraz, es una declaración visual de lo que está por venir.
Alrededor de las 2:30 p.m., comienza el desfile de Pailhasses y Blancs, la única parte de la jornada que todo el pueblo presencia antes de que comience el caos. Los Pailhasses marcan el perímetro del desfile, mientras que los Blancs avanzan al interior. En la plaza principal, todos se organizan en una ronda intercalada de Pailhasses y Blancs, siguiendo el ritmo de la música oficial del carnaval.
Antes del inicio del juego, hubo un minuto de silencio en honor a una persona reconocida de la cultura del pueblo. Era el último momento de calma antes de que todo se desatara. A las 3:00 p.m. en punto, los Pailhasses se arrojaron al suelo, algunos solo mojando los pies en la lía de vino, otros sumergiéndose completamente en ella. La única opción para los Blancs era correr.

El juego duró hasta las 6:00 de la tarde, un periodo en el que no podía haber espectadores en el centro del pueblo. Quien estaba en la zona inevitablemente participaba y terminaría embadurnado. Los Pailhasses emergieron de los callejones con rostros cubiertos de manchas oscuras y una actitud implacable. La única manera de evitarlos era correr. Creo que fui de los primeros alcanzados por el “peille” de un pailhasse, aún así seguí corriendo.
El juego empezó sin avisos. En un momento todo era expectativa, y al siguiente, la gente se dispersaba por las calles estrechas del pueblo. Los Blancs huían entre gritos y risas nerviosas. Los Pailhasses no corrían con desesperación. Ellos cazaban con paciencia. Intenté moverme entre la multitud sin llamar la atención, pero no pasó mucho antes de que me encontrara atrapado en un callejón sin salida. Un grupo de Pailhasses avanzó lentamente, acortando la distancia entre nosotros. Era imposible escapar. El impacto fue inmediato. El líquido espeso y pegajoso resbaló por mi rostro y mi ropa. El olor a fermentación era fuerte, penetrante. El frío de las lías de vino me recorrió la piel. En ese momento, entendí que ya no era un espectador. Había perdido el juego, pero había ganado la experiencia. Luego al estilo del embarrador de Riohacha, me tiré sobre el piso embadurnado y terminé de embarrarme.
Antes de las 6:00 p.m., se llevó a cabo un último enfrentamiento entre Pailhasses y Blancs, en el que finalmente todos terminaron completamente embarrados. Con este acto, se dio por finalizado el enfrentamiento y la tensión del juego se disipó. Todos bailamos juntos al ritmo de la música. Al final todos éramos iguales. Luego, los vehículos de aseo ingresaron al centro del pueblo y, en cuestión de minutos, limpiaron las calles hasta dejar el pueblo sin vestigios de la batalla.
Sin embargo, el carnaval aún no había terminado. En la noche, se celebró el tradicional juicio a Pailhasse, un evento simbólico que culmina con la quema de dos muñecos que representan a un Pailhasse y a un Blanc, marcando el verdadero final de la festividad. Las calles volvieron a la normalidad como si nada hubiera pasado. Los Pailhasses desaparecieron, las puertas de las casas se cerraron y el pueblo retomó su ritmo cotidiano. El carnaval había terminado.
Los Pailhasses es una celebración que transforma el desorden en rito, el caos en tradición y la persecución en un acto de comunidad. Más allá del juego y la intensidad del enfrentamiento, esta festividad encarna una manera particular de preservar la memoria colectiva y fortalecer los lazos entre sus habitantes.
Al contrastarlo con los Embarradores de Riohacha, la similitud en el uso de un elemento simbólico como el barro o las lías de vino resalta la universalidad de ciertas tradiciones carnavalescas. Ambas festividades utilizan el acto de cubrirse con un material como una forma de identidad y pertenencia. Sin embargo, mientras en Cournonterral la persecución se vive con una intensidad estructurada dentro del ritual, en Riohacha el barro es un elemento de integración, donde el juego es más espontáneo y abierto a la comunidad.

Estos rituales, aunque separados por un océano, comparten un vínculo que se remonta a la historia de José Laborde, un comerciante riohachero de ascendencia francesa que viajaba frecuentemente entre Francia y Colombia. Laborde, al estar en contacto con la cultura occitana, pudo haber sido el puente que llevó la esencia de los Pailhasses hasta el carnaval de Riohacha, transformándolo en los Embarradores. Su apellido de origen gitano, y procedente de esta región francesa, refuerza la hipótesis de que conocía bien la tradición y vio en ella un elemento que podía integrarse al carnaval de su ciudad natal, adaptándolo a los materiales y costumbres locales. Fue un comerciante riohachero de ascendencia francesa que viajó entre Francia y Colombia, llevando consigo las influencias de ambas culturas. Su contacto con las festividades occitanas y su arraigo en Riohacha sugieren que, más que coincidencia, los Embarradores pueden ser el eco lejano de los Pailhasses.
Así, el carnaval no solo es una expresión de alegría, sino también un testimonio de la conexión entre pueblos a través de la tradición, reafirmando el sentido de comunidad y la memoria compartida que, generación tras generación, se mantiene viva en el juego, la risa y la identidad.
Vivir esta tradición me transformó. Me permitió comprender la profundidad de una celebración que, sin grandes pretensiones de reconocimiento internacional, encierra un significado poderoso para quienes la viven año tras año. Experimentar de cerca la entrega del pueblo, la fuerza del ritual y la conexión entre pasado y presente me hizo valorar aún más la autenticidad de estas manifestaciones culturales. Es un recordatorio de que el patrimonio no siempre necesita títulos oficiales para ser valioso, sino que reside en la memoria, el compromiso y la pasión de quienes lo mantienen vivo. No es una festividad con pretensiones de ser reconocida como Patrimonio de la Humanidad, pero posee todos los elementos que la hacen única e invaluable. Su fuerza radica en la autenticidad, en la manera en que el pueblo entero se entrega al ritual sin necesidad de grandes escenarios o campañas de difusión. Es una celebración que sobrevive porque su comunidad la siente propia, porque cada año los Pailhasses y los Blancs renuevan su compromiso con la historia que les pertenece. Haber sido parte de ello me dejó una certeza: es una experiencia que sin duda quiero repetir.