
Hay quienes tocan instrumentos, otros tocan corazones, Chema Moscote silba, y con eso basta porque sus melodías no nacen del cálculo, sino de la intuición, del soplo invisible que pasa por su pecho cuando nadie lo espera. Es compositor, sí, pero también receptor, parece que las canciones le llegan desde lugares misteriosos, y cuando lo hacen, no hay protocolo que valga, sale corriendo, busca lo que tenga cerca, celular, grabadora, incluso un micrófono improvisado y graba, porque si no lo hace en ese instante, la melodía puede extraviarse y él lo sabe, la música, como los milagros, no espera.
Para Chema la creación no se prorroga, la inspiración llega como un relámpago en cielo despejado, sin aviso, sin cita, sin protocolo, se presenta en medio de la rutina, interrumpe comidas, llamadas, incluso sueños, y él, sin pensarlo dos veces, la acoge como se recibe a un huésped urgente y preciado. No importa si tiene las herramientas ideales; lo que realmente importa es que logre moldear la idea antes de que se disuelva, en ese instante, no hay espacio para explicaciones ni justificaciones, su cuerpo actúa con premura, sus pensamientos se alinean al ritmo frenético de la emoción creativa, y él simplemente corre, corre a capturar lo intangible antes de que se le escape entre los dedos.
Recuerdo una vez que estábamos en plena reunión familiar, hablando de cualquier cosa mundana, el arroz que hizo cucayo crocante, el perro del vecino, la política que nunca falta y él de repente se quedó en silencio, bajó la cabeza como si estuviera sumando algo, y antes de que pudiéramos preguntarle qué le pasaba, ya iba por el corredor, silbando algo que nadie había escuchado antes “¡No me hablen! ¡Eso es una canción!”, dijo casi entre dientes, nadie se atrevió a interrumpirlo porque todos sabíamos que cuando eso le pasa, no está aquí, está en otro plano.
José Manuel, como es su nombre de pila, no escribe canciones, escribe verdades disfrazadas de melodía, basta con escuchar La Demanda para entender su agudeza poética y su forma de retratar el alma de un pueblo que clama justicia con ritmo y sentimiento; en La Voz de Dios, toca fibras profundas, entregando una composición que se eleva más allá de lo terrenal, mientras que La Tierra Tiene Fiebre revela su compromiso con el entorno, dando voz a una naturaleza que suplica ser atendida, le compone a lo que tiene en el corazón, hasta la política, su otra pasión ha servido de musa.

No solo se mueve por lo social o lo espiritual, también escribe sobre el amor con pinceladas únicas, como en La flor más linda y El pincel del amor, donde convierte los sentimientos en imágenes que respiran. Margarita, tu mejor verdad, y Todo se acaba nos hablan de amores que florecen y se marchitan, siempre con una carga emocional que trasciende el género vallenato, su obra es una constelación de historias que conectan con el corazón de quienes lo escuchan, y que demuestra que cuando la inspiración llega, él no la piensa, la escribe y la adorna con hermosas melodías. También, es jocoso, el Cuervo, la Condena, Teney que dalo, Zankale, Se sobraron las mujeres, Loquita por mí, Márchate si quieres y El Mochilón, cantadas por diferentes y connotadas agrupaciones hacen honor.
Así con todos eso bemoles nació Hasta el fin del fin, y no fue cualquier canción, es su confesión más honda, su verdad más desnuda, la que contiene su historia, sus caídas, sus redenciones, sus silencios y sus ternuras; Él no lo dice con falsa humildad, lo dice con sonrisa sincera cuando confiesa que con esa canción “se graduó” como si todo lo que había escrito antes, todas las canciones que le vinieron de madrugada, fueran ejercicios; pero esta fue el examen final y aunque nunca le hizo falta que un grande la cantara, la sola idea de que pudiera ser interpretada por Diomedes Díaz lo llenó de vértigo y orgullo porque si alguien entiende los amores que duelen, los silencios que pesan y las culpas que abrazan, era El Cacique de La Junta; esa canción que no pide perdón, pero se arrodilla sin miedo, está hecha para una voz así.
Pero la historia de Chema no se entiende solo por sus canciones, se entiende por su gente, por su madre, Ninfa Moscote, la mujer que lo forjó; esa digna dama no lo educó entre aplausos, sino entre valores; ella le enseñó que la palabra tiene peso, que el talento no sirve si no está al servicio de los demás, y que lo que se dice cantando, se vive con coherencia; ella es su raíz más profunda, es el silencio que aún lo mira, el abrazo que lo sostiene.
Se entiende por sus hijos, que son estrofas vivientes de su legado, Jorge Luis, el que observa con profundidad y parece siempre estar descifrando algo entre líneas; José Manuel, el Quillero, de paso firme y palabra reflexiva; Santiago Antonio, el inquieto soñador de carcajadas contagiosas; el gran Andrés Alfonso, energía pura, el patrón y el de convicción irreverente; Juliana, la hermosa que ilumina con ternura su camino ; y su última ilusión, Luna Marcela, la sabia que lo interpreta incluso cuando no habla; ellos no heredaron solo su apellido, heredaron esa pulsación creativa, esa forma de nombrar el mundo con emoción.
Hablar de su historia estaría completa si no hablamos de la Señora Kika Pitre, su abuela, su orgullo, esa voz que él resguarda como un tesoro, su presencia es como un verso que no se grita, pero se recuerda; ella representa lo que él siempre ha defendido, la autenticidad sin decoros; también está, Geño Mendoza, su tío universal, de quien aprendió a moverse estratégicamente en el folclor, en relaciones públicas y en pensar que se puede ver más allá de lo que los ojos le muestran.
Y está, cómo no, Marcela Manjarrés, su amor, la que lo ajuició, como él dice, no por castigo, sino por elección porque fue ella quien decidió construir lo que sus canciones decían, no se dejó impresionar por versos bonitos, lo miró de frente, vio los bordes y eligió quedarse y Chema, que en la vida había corrido detrás de melodías y epifanías, esta vez se quedó quieto porque había llegado a puerto. “No es orgullo de marinero”, dice con una risa entre pícara y emocionada, “pero al fin llegué” y desde entonces, sus canciones dejaron de vagar, encontraron casa.
Este homenaje no nace desde la admiración artística, que es mucha, nace desde lo profundo porque cuando uno escucha cualquiera de sus canciones, entiende que no es solo una melodía, es un espejo, un acto de fe, un testimonio de alguien que aprendió que se puede amar y fallar, y aun así tener derecho a volver. Escribí estas palabras porque me tropecé en YouTube con una lista de reproducción con sus canciones, el día que estaba celebrando a la distancia el cumpleaños de mi papá, ese 19 de julio, me hizo pensar, recordar y agradecer su cariño, respeto y apoyo permanente.