El fallo del Tribunal Superior de Bogotá no solo absuelve a un expresidente, sino que reivindica los principios del proceso penal y devuelve a la justicia su carácter de garante del derecho.

Nunca dudé de la inocencia del expresidente Uribe. No fue una creencia ciega ni una postura política; fue la convicción jurídica de quien, desde su oficio de abogado y exjuez, sabe que el debido proceso no es un adorno del sistema judicial, sino su columna vertebral. En derecho penal, las pasiones deben quedar fuera de la sala de audiencias. Sin embargo, en este caso, los prejuicios y los intereses políticos parecieron tener más peso que la verdad.
Presencié virtualmente casi todas las audiencias. Vi cómo se construía una narrativa más política que probatoria, una historia que intentó vincular hechos ajenos (paramilitarismo) a la acusación y que parecía empeñada en condenar antes de demostrar la verdad. El debate jurídico quedó opacado por un espectáculo mediático que dividió a la opinión pública y contaminó la percepción de justicia. Aun así, confié en que la verdad prevalecería. Tal era mi certeza que llegué a afirmar —públicamente y con mi prestigio profesional en juego— que quemaría mi tarjeta de abogado si el fallo no absolvía a Uribe. No fue fanatismo, sino confianza en un principio esencial: la presunción de inocencia.
La sentencia del Tribunal Superior de Bogotá confirmó lo que muchos advertimos: el proceso carecía del rigor que exige una condena penal. La decisión de segunda instancia no solo revocó una injusticia, sino que reivindicó el valor de la ley frente a la arbitrariedad judicial. En tiempos en que la justicia parece estar a merced de las redes sociales y la presión mediática, este fallo recuerda que la justicia no se mide por aplausos, sino por pruebas.
El Tribunal reivindica los principios rectores del proceso penal: el debido proceso, la presunción de inocencia y el in dubio pro reo. Deja claro, además, que el dolo —como elemento subjetivo de la conducta delictiva— no se presume, sino que debe probarse. Reafirma que los testimonios, tanto de cargo como de defensa, deben analizarse con rigurosidad jurídica, sin sesgos ni prevenciones, y en conjunto con todo el acervo probatorio. Que las comunicaciones entre abogado y cliente son inviolables. Esa es la esencia misma del juicio justo: valorar la prueba en su totalidad y no según las conveniencias de quien juzga.
La jueza de primera instancia, Sandra Heredia, dictó una “sentencia” —así, entre comillas— que el Tribunal calificó con severidad. No fue una decisión jurídica sólida, sino un conjunto de conjeturas, apreciaciones sesgadas y errores de valoración probatoria. En otras palabras, un fallo que nunca debió existir, máxime cuando en dos ocasiones la Fiscalía solicitó la preclusión. El Tribunal desmontó punto por punto aquella vía de hecho disfrazada de justicia, señalando el déficit probatorio, las contradicciones y la falta de coherencia en la construcción de los supuestos delitos.

No se trató de un simple desacuerdo jurídico. Fue, más bien, la constatación de que la justicia puede desviarse cuando quien la imparte se deja arrastrar por prejuicios o intereses ajenos a la ley. Lo advertimos desde el principio: ese juicio no fue justo, fue un juicio político. Cuando el estrado se convierte en tribuna ideológica, el derecho muere un poco, y con él la confianza ciudadana en las instituciones.
Las irregularidades fueron tantas, que la defensa tuvo que acudir a tutelas para reclamar las garantías básicas del debido proceso. Y todas, sin excepción, terminaron dándole la razón: la jueza había vulnerado derechos fundamentales. Esas decisiones no solo corrigieron los excesos, sino que expusieron la fragilidad de un sistema que, a veces, permite que la arbitrariedad se disfrace de autoridad.
El caso Uribe deja una lección profunda: no hay democracia posible sin jueces imparciales y sin respeto por los principios del derecho penal moderno. La presunción de inocencia, el principio de legalidad y el derecho a la defensa no son concesiones del Estado, sino conquistas civilizatorias que nos separan del autoritarismo.
El Tribunal, con su decisión, ha devuelto a la justicia su carácter de garante, no de verdugo. Reafirma que el castigo no puede fundarse en sospechas ni en simpatías políticas, sino en hechos probados con rigor. La sentencia no absuelve solo a un hombre, sino que limpia el nombre de una justicia que había sido puesta en entredicho.
Con la absolución de Uribe no se celebra una victoria personal ni partidista. Se celebra algo más grande: que el derecho, al fin, prevaleció sobre la arbitrariedad. Que todavía existen jueces capaces de poner límites al poder, incluso al poder arbitrario de sus propios colegas. Y aunque algunos sigan intentando convertir la justicia en un escenario de revancha, el fallo del Tribunal nos recuerda que la toga no otorga licencia para el abuso, sino la responsabilidad de proteger la libertad.
En una época donde la justicia se confunde con espectáculo y la opinión suplanta a la razón, el caso Uribe deja una enseñanza imborrable: los jueces están llamados a resistir la presión del ruido y escuchar únicamente la voz del derecho. Solo así la justicia podrá seguir siendo lo que debe ser: el último refugio del ciudadano frente al poder.






