Edicion julio 4, 2025
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Narcotráfico: economía de muerte, fracaso global y obstáculo para la paz – Séptima entrega de la Cátedra de Paz

Narcotráfico: economía de muerte, fracaso global y obstáculo para la paz
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Columnista - Gonzalo Raúl Gómez Soto
Columnista – Gonzalo Raúl Gómez Soto

El narcotráfico no es un problema exclusivo de Colombia ni de América Latina. Es un fenómeno global, sostenido por una relación estructural de oferta y demanda. Mientras en el sur se produce, en el norte se consume. La cocaína, por ejemplo, no existiría como negocio sin millones de consumidores en Estados Unidos y Europa. Pero la lógica represiva se ha concentrado en los países productores, como si el origen del problema estuviera únicamente en ellos, y no en un sistema internacional que lo alimenta y lo perpetúa.

América Latina no diseñó este modelo de mercado ilegal, pero ha sido su mayor víctima. La región no eligió convertir la coca en oro en polvo. Fue atrapada en un engranaje donde los márgenes de maniobra han sido escasos y las consecuencias, devastadoras. Aunque ha habido casos de corrupción o complicidad, el peso de esta guerra no ha recaído sobre los consumidores, sino sobre los campesinos, los territorios empobrecidos y los Estados debilitados del llamado sur global —es decir, América Latina y otras regiones históricamente marginadas—.

Pensar que el narcotráfico es un problema local es una ilusión. Se trata de un negocio transnacional que involucra redes financieras, carteles, estructuras armadas, bancos, puertos, sistemas de lavado y complicidades empresariales. La droga viaja desde zonas rurales olvidadas hasta consultorios de lujo en Nueva York, discotecas en Ámsterdam o fiestas privadas en Madrid. Pero con ella también viajan las consecuencias: corrupción, violencia, desplazamiento, represión. Y como siempre, el daño se distribuye de forma profundamente desigual.

 Una guerra impuesta que ya había fracasado antes

En 1971, el presidente Richard Nixon declaró la “guerra contra las drogas”. No como una estrategia de salud pública, sino como una cruzada de seguridad nacional. Desde entonces, Estados Unidos convirtió el narcotráfico en enemigo público número uno, imponiendo su modelo de represión a escala global. Colombia y otras naciones del sur no participaron en ese diseño, pero fueron obligadas a aplicarlo. Y así se impuso una política de armas, cárceles, fumigaciones y criminalización.

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En lugar de atender el consumo problemático como un tema de salud, se optó por una lógica de guerra. La represión se convirtió en política de Estado. Y los territorios más frágiles se convirtieron en campos de batalla. En Colombia, se aplicaron fumigaciones masivas, operativos armados, extradiciones, planes de militarización. Y, como si fuera poco, se exigió al país perseguir a su propio campesinado, criminalizar la pobreza y medir su “compromiso” en toneladas erradicadas. Mientras tanto, el consumo en los países del norte seguía intacto. La demanda no cesaba. El mercado seguía abierto.

Como lo ha señalado Noam Chomsky —filósofo y uno de los críticos políticos más lúcidos del siglo XX—, esta “guerra” no ha sido tanto contra las drogas, sino contra los sectores más pobres y vulnerables de las sociedades. No ha buscado erradicar el consumo, sino controlar a determinadas poblaciones y justificar políticas de intervención. Bajo el pretexto del combate al narcotráfico, se ha reforzado una arquitectura global de vigilancia, represión y subordinación geopolítica.

Lo más grave es que esta receta ya había sido ensayada —y había fracasado— con la Ley Seca. Entre 1920 y 1933, Estados Unidos intentó eliminar el alcohol mediante la prohibición. ¿El resultado? Mafias fortalecidas, corrupción institucional, violencia urbana y pérdida de control estatal. La solución no fue seguir con la guerra, sino cambiar de estrategia: regular en lugar de prohibir. Legalizar, con control sanitario y fiscal. ¿Por qué entonces imponer a América Latina una política que ya sabían fallida?

Las consecuencias han sido tan previsibles como brutales. América Latina ha puesto los muertos, los desplazados, los territorios contaminados y la crisis ética. Pero también en Estados Unidos y Europa hay efectos graves: hacinamiento carcelario, crimen transnacional, violencia urbana, adicciones desatendidas y flujos migratorios crecientes desde el sur global, impulsados por la pobreza y la violencia que esta guerra alimenta. El daño es compartido, pero las cicatrices más hondas están en el sur.

 Desmantelar el negocio, construir la paz

Después de cinco décadas, el resultado es claro: la guerra contra las drogas ha fracasado. Pero aún persiste la ilusión de que es posible derrotar al narcotráfico con más fuego, más cárceles, más represión. Hoy, ese enfoque no solo es inútil: es contraproducente. Porque el narcotráfico no es un enemigo visible. Es un ecosistema. Un entramado de redes, poderes paralelos, economías ilegales, instituciones infiltradas y territorios en disputa.

Una salida impuesta desde el norte no puede dar frutos duraderos. Ni basta con capturar capos, ni basta con fumigar cultivos. La relación es profundamente asimétrica, pero el problema es compartido. Y por eso, la solución también debe serlo. Se requiere una estrategia concertada, multilateral, que transite del castigo al cuidado, del mercado ilegal a la regulación con sentido público.

Estados Unidos entendió con el alcohol lo que ahora parece olvidar con las drogas. Legalizar no es rendirse. Es dejar de alimentar a las mafias. Es devolverle al Estado el control. Es tratar el consumo problemático como un asunto de salud pública, no de criminalización. Varios países ya están ensayando modelos de regulación más humanos, con resultados alentadores. Se trata de una transición: de la clandestinidad al control, del estigma al cuidado, del castigo a la prevención.

Y en Colombia, esto no es solo un tema de política de drogas. Es un tema de paz. Hay que decirlo con claridad: el narcotráfico ha sido la gasolina de todos los actores armados ilegales. Financia la guerra, compra conciencias, infiltra las instituciones. Su lógica ha contaminado no solo territorios, sino también valores: el éxito rápido, el poder por la fuerza, el dinero por encima de la vida.

Mientras siga intacta esta economía ilegal, ningún acuerdo de paz será suficiente. No será posible construir una paz duradera mientras el país siga atrapado en una estructura que convierte la violencia en negocio. Desmontar el narcotráfico no es solo una tarea de seguridad. Es una decisión ética, política y cultural. Requiere voluntad, coherencia y una transformación profunda. Porque mientras esta economía de muerte siga viva, toda esperanza será frágil. Toda paz, vulnerable.

Nota del autor: La próxima entrega será la última de esta Cátedra Abierta de Paz. Después de siete columnas dedicadas a explorar las violencias que nos atraviesan, quiero preguntarme —y preguntarles— si aún tiene sentido hablar de paz. ¿Qué nos mueve a seguir escribiendo, insistiendo, creyendo? ¿Qué lugar tiene la paz interior en un mundo agitado por la prisa, el ruido y la desconfianza?

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