
Si en las entregas anteriores definimos la paz como una urgencia ética y diagnosticamos las violencias que la rompen —desde las visibles hasta las más profundas—, ha llegado el momento de preguntarnos: ¿cómo se transforma esa realidad?
Porque la paz no se decreta: se construye. Y para que sea real, debe asentarse sobre dos pilares firmes y complementarios: la justicia social, que redistribuye la dignidad, y la justicia penal, que castiga el abuso. Sin ambas, toda propuesta de reconciliación será solo un buen deseo.
Como lo expresó recientemente António Guterres, secretario general de la ONU, la implementación del Acuerdo de Paz en Colombia podría convertirse en un referente internacional. Pero para lograrlo —advirtió— se requieren “acciones más rápidas e integrales que traduzcan su visión en cambios transformadores”[1]. Esta columna busca ser una respuesta ética a ese llamado.
Porque en Colombia no solo hay una desigualdad que excluye: también hay una corrupción que desangra. Y mientras lo público se robe sin castigo y la pobreza se repita como destino, no hablaremos de paz, sino de silencio armado.
¿Qué es justicia social y qué implica en Colombia?
Hablar de justicia social no es repetir un eslogan: es nombrar con claridad qué condiciones deben existir para que la paz no sea un privilegio, sino un derecho compartido.
La filósofa Nancy Fraser ha propuesto una mirada tridimensional de la justicia que resulta especialmente útil para este propósito. Según ella, la justicia requiere tres cosas al mismo tiempo: redistribución económica, reconocimiento cultural y participación política.
Estas dimensiones están profundamente conectadas entre sí y, en contextos como el colombiano, se vuelven claves para transformar la violencia estructural en condiciones reales de paz:
1. Redistribución: porque sin pan no hay paz: La primera herida de la violencia estructural es la pobreza —no solo como falta de ingresos, sino como exclusión sistemática de lo necesario para vivir con dignidad. Redistribuir no es regalar: es garantizar que los bienes comunes no estén concentrados en pocas manos mientras millones sobreviven con lo mínimo.
En Colombia, esto significa repensar el acceso a la tierra, la salud, la educación, la vivienda y el empleo digno. Porque la desigualdad no es solo económica: es ontológica. Cuando un país permite que millones vivan como si valieran menos, no solo les niega recursos: les niega existencia, reconocimiento y presencia. Una paz sin redistribución es una promesa sin suelo.
2. Reconocimiento: porque sin dignidad no hay justicia: La segunda dimensión es simbólica y cultural: reconocer a quienes históricamente han sido despreciados o invisibilizados. Esto implica desmontar el racismo estructural, el clasismo, el machismo, la homofobia, el desprecio por los saberes indígenas y afrocolombianos, y la estigmatización de los pobres.
En Colombia, la expresión “zona roja” aún se usa para nombrar territorios donde hay conflicto, pero sin matices: se olvida que allí vive gente que resiste, que lucha, que construye paz desde abajo. Esa simplificación deslegitima al líder social, al campesino, al diferente. Sin reconocimiento, cualquier reforma suena vacía
3. Participación: porque sin voz no hay democracia: La tercera dimensión de la justicia social es la participación política efectiva. No basta con poder votar cada cuatro años: se trata de tener voz real en las decisiones que afectan la vida cotidiana.
Significa que el campesino tenga poder de decisión sobre su territorio, que las mujeres participen en igualdad de condiciones, que los jóvenes no solo marchen, sino que sean escuchados, que las comunidades puedan exigir sin ser silenciadas. La paz no es un decreto que se impone desde arriba: es una construcción colectiva que necesita escuchar a los de abajo.

Justicia penal para frenar la corrupción
Hablar de justicia social sin hablar de corrupción en Colombia es como querer curar una herida sin cerrar la hemorragia. Porque ningún programa de redistribución funcionará si quienes están llamados a implementarlo se roban los recursos. Y ningún derecho se garantiza si la trampa es más rentable que el mérito.
La corrupción en Colombia no es solo un problema ético: es un sistema. Un modelo de poder donde las elecciones muchas veces no se ganan por ideas, sino por quién tiene más dinero para comprar votos. Donde el acceso a un contrato público depende de a quién se conoce, no de qué se propone. Donde los entes de control muchas veces miran para otro lado, o llegan cuando ya no hay nada que vigilar.
Y lo más grave: donde el castigo casi nunca llega. La impunidad es la gran cómplice de la corrupción. ¿De qué sirve descubrir un robo si el responsable no es juzgado, o si el juicio llega cuando ya terminó su mandato y desapareció el rastro del daño?
Necesitamos una justicia que no llegue con 12 años de retraso, sino con la urgencia del presente. Una justicia oportuna y eficaz, que actúe mientras el daño aún puede frenarse. Cuando un funcionario roba y sigue gobernando sin sanción, no solo defrauda a la ley: destruye la confianza pública y reproduce la lógica del abuso.
Y por eso, además de fortalecer los entes de control, Colombia necesita algo más profundo: una alianza entre ciudadanía y Estado para fiscalizar lo público. Las veedurías ciudadanas deben dejar de ser figuras decorativas: deben tener voz real, herramientas jurídicas y respaldo institucional para actuar. Que puedan constituirse como víctimas en los procesos judiciales. Que la Fiscalía no las ignore, sino que trabaje con ellas. Porque si castigar la corrupción es una urgencia, prevenirla es una responsabilidad compartida.
Sin justicia no hay paz: ni social, ni penal
La paz no es un regalo del Estado ni una promesa en los discursos: es un derecho que solo se vuelve real cuando se concreta en la vida cotidiana de la gente. Y para eso, Colombia necesita enfrentar sus dos heridas más profundas: la desigualdad y la corrupción. Una excluye, la otra traiciona. Una deja sin oportunidades, la otra destruye la confianza.
La primera se enfrenta con redistribución, reconocimiento y participación. La segunda, con verdad, sanción y prevención. Ambas requieren una transformación ética, institucional y cultural. Ambas exigen un Estado que no solo esté presente, sino que sea creíble.
No basta con prometer justicia social si los recursos se pierden en el camino. No sirve castigar a los corruptos si seguimos tratando la pobreza como un defecto personal. La justicia debe tener dos manos: una que repare y otra que sancione. Una que construya y otra que limite el abuso.
Porque la paz sin justicia social es una promesa vacía.
Y la paz sin justicia penal es una burla a quienes cumplen las reglas.
Colombia necesita ambas. No como ideas abstractas, sino como políticas reales. No como consignas de campaña, sino como compromiso ético de nación. Solo así podremos hablar de paz —no como una tregua frágil— sino como una posibilidad firme de futuro compartido.
Nota del autor: Esta es la cuarta entrega de una serie de columnas sobre la paz en Colombia. En las anteriores reflexionamos sobre qué es la paz, qué la rompe y cómo se reproduce culturalmente. Hoy, dimos un paso hacia la transformación: la justicia social y penal como vía concreta para desmontar la violencia estructural y hacer posible una paz real. En la próxima columna: Educar para la paz. Porque las transformaciones no solo se decretan: se aprenden, se enseñan y se siembran en las conciencias.
[1] Fuente: Naciones Unidas Colombia (2024). Declaraciones del Secretario General António Guterres sobre el Acuerdo de Paz. https://colombia.unmissions.org/secretario-general-de-la-onu-pide-acelerar-acciones-que-se-traduzcan-en-beneficio-para-las