Tercera entrega

¿Dónde nace la violencia?
A veces creemos que comienza con el disparo, con el golpe, con el grito. Pero muchas veces empieza antes: en una frase, en una burla, en una omisión. Hay violencias que no hacen ruido, pero calan hondo. No se ven, pero se heredan. No dejan sangre, pero dejan marcas. Es la violencia cultural: la más invisible, pero también la más persistente. La que aprendimos sin darnos cuenta. La que se transmite en la escuela, en la casa, en los medios, en la política, incluso en el lenguaje de todos los días.
Si queremos hablar de paz con seriedad, no basta con desarmar a los grupos armados. También hay que desarmar los imaginarios, los prejuicios, las creencias que legitiman el daño. Porque a veces, sin saberlo, hemos sido educados para desconfiar, para excluir, para despreciar.
¿Qué es la violencia cultural?
Como vimos en la entrega anterior, Johan Galtung la definió como aquella que legitima y normaliza las demás violencias. No necesita armas ni leyes: actúa desde el sentido común, desde lo que se considera “normal” o “merecido”. Pero fue Pierre Bourdieu quien la llamó violencia simbólica, señalando que se ejerce sin gritar ni golpear, porque ya está inscrita en el lenguaje, en la educación, en la mirada.
Es la que se aprende sin que nadie la enseñe: cuando una mujer es juzgada por cómo se viste, cuando un joven de barrio es señalado como sospechoso por existir, cuando se asume que un indígena no puede ser profesional o que los pobres “algo habrán hecho” para merecer su destino. Se transmite en chistes, dichos populares, noticieros, campañas políticas o sermones religiosos.
Violencia cultural que legitima la corrupción, la impunidad… y el desprecio por las mujeres
En Colombia, la corrupción no es solo un delito: es una costumbre incrustada en la forma en que muchos entienden el poder. Es cultural cuando ya no escandaliza, cuando se repite con resignación que “todos roban”, que “el que no aprovecha es bobo”, o que “más vale uno de los nuestros, aunque robe”.
Uno de los escenarios más claros de esta deformación ética es el momento del voto. En muchas regiones, el sufragio se ha vuelto transacción: se vende por dinero, por un puesto o por una promesa. No es solo un delito electoral: es una forma de violencia cultural que convierte la dignidad ciudadana en moneda de cambio. ¿Quién ejerce la violencia aquí? El que compra el voto degrada la democracia; pero también quien lo vende —cuando no lo hace por hambre ni por miedo, sino por costumbre o conveniencia— contribuye a destruir el pacto democrático.

Pero esta lógica no se limita al voto. En Colombia se ha instalado, casi sin darnos cuenta, una cultura de la trampa: una forma de violencia cultural que justifica la trampa como estrategia de supervivencia. Se hace trampa porque “todo el mundo lo hace”, porque “el sistema no sirve”, porque “si uno no espabila, lo pasan por encima”. Mentir, evadir, falsificar, colarse, pagar por fuera, todo eso se ha vuelto paisaje. Y quien actúa con honestidad muchas veces es visto como ingenuo o torpe.
Esta cultura de la trampa no es solo un síntoma de un sistema roto: es una manera aprendida de degradar lo público y de justificar el abuso como forma de vida. Y mientras eso no se nombre, la corrupción seguirá creciendo en el corazón mismo de la ciudadanía.
Pero la corrupción no camina sola: la impunidad la acompaña como sombra. En Colombia, más del 90% de los asesinatos de líderes sociales siguen sin resolverse[1]. Pero lo más grave es lo que ocurre en la cultura: se repite que no tiene sentido denunciar, que “eso no lleva a nada”, que “la justicia es solo para los de arriba”. Cuando la impunidad se vuelve parte del sentido común, ya no se necesita represión: basta con que nadie crea en la justicia para que los abusos se reproduzcan sin resistencia.
Y lo mismo ocurre —de forma aún más alarmante— con la violencia contra las mujeres. Una mujer puede ser acosada, golpeada o asesinada, y aun así encontrarse sola, cuestionada o silenciada. Lo más doloroso no es solo la agresión: es la cultura que la justifica. Se culpa a la víctima por su ropa, por su forma de hablar, por salir sola. Y si el caso llega a los medios, muchas veces se reduce a un “crimen pasional”, borrando el carácter estructural del machismo que lo permitió.
Esta es una de las violencias culturales más graves del país. Porque una cultura que no cree en la palabra de una mujer, que la silencia o la juzga, es una cultura que prepara el terreno para el feminicidio. El golpe llega después, pero antes hubo palabras, chistes, estereotipos, omisiones. Mientras eso siga siendo aceptado o celebrado, ninguna ley será suficiente para garantizar su vida ni su libertad.
Nombrar para desaprender
La corrupción, la impunidad y la violencia contra las mujeres no son hechos aislados. Son heridas profundas en la cultura democrática que deforman el sentido de lo justo, lo público y lo humano. Y mientras eso no cambie —mientras no nos duela la trampa, el abuso, el silencio o la muerte—, la paz seguirá siendo solo una palabra bonita, colgada en discursos que nadie cree.
Si queremos construir una paz real, no basta con detener las balas: hay que transformar la manera en que nos miramos, nos juzgamos y nos relacionamos. No hay paz posible sobre una cultura que desprecia, que segrega, que desconfía del diferente.
Por eso, además de reformas estructurales, necesitamos un cambio cultural profundo. Una pedagogía del respeto, del reconocimiento y de la escucha. Porque si aprendimos a odiar —o a callar frente al odio—, también podemos aprender a ver, a sentir y a dignificar al otro.
Nota del autor: Esta es la tercera entrega de una serie de columnas que forman una cátedra abierta sobre la paz en Colombia. Tras definir qué es la paz y cómo se manifiesta la violencia, hoy abordamos su raíz más invisible: la violencia cultural. En las próximas entregas, propondremos caminos: la justicia social, la educación transformadora, el papel del Estado y la paz como práctica cotidiana.
[1] [1] Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2023). Informe Anual sobre la situación de derechos humanos en Colombia 2022, p. 8. Disponible en: https://www.ohchr.org/es/documents/country-reports/informe-anual-sobre-la-situacion-de-derechos-humanos-en-colombia-2022