
Hablar de paz, como dijimos en la entrega anterior, no es un acto ingenuo ni una postura ideológica. Es una urgencia ética. Pero para hablar de paz con seriedad, primero hay que entender qué es lo que la rompe. Y eso nos lleva, inevitablemente, a hablar de violencia.
Cuando se menciona la palabra violencia, la mayoría de las personas piensa en lo más evidente: un asesinato, un robo, una explosión, una amenaza. Es decir, la violencia visible, la que deja heridas en el cuerpo y titulares en los medios. Pero ¿es eso todo lo que existe? ¿O hay violencias que no se ven, pero que destruyen de manera más lenta y profunda?
El filósofo y sociólogo noruego Johan Galtung, una de las voces más influyentes en los estudios sobre paz, propuso un modelo que sigue siendo clave para entender este fenómeno. Habló del Triángulo de la Violencia, donde identificó tres formas distintas pero entrelazadas de violencia: la directa, la estructural y la cultural.
Galtung propuso una imagen poderosa: la violencia es como un iceberg. La violencia directa es la punta visible, pero lo que la sostiene —y a menudo la reproduce— está bajo la superficie: son las estructuras injustas y los discursos que normalizan el daño.

- La violencia directa es la más conocida: guerras, asesinatos, secuestros, agresiones físicas. Es la que vemos y condenamos con más facilidad.
- La violencia estructural ocurre cuando el sistema mismo impide a las personas desarrollar su vida con dignidad. Cuando no hay acceso a educación, salud, tierra o justicia. Cuando las reglas del juego están hechas para que unos pocos ganen siempre y muchos pierdan siempre.
- La violencia cultural es la que legitima a las anteriores. Es el conjunto de discursos, valores y prejuicios que justifican la desigualdad o la exclusión. Se expresa en frases como “los pobres son pobres porque quieren”, o “las mujeres se lo buscaron”, o “los indígenas atrasan el desarrollo”. Es la violencia que se aprende sin que nadie la enseñe, que se transmite en chistes, en tradiciones, en los medios.
Colombia: un triángulo que sangra
Cuando uno aplica ese modelo a la realidad colombiana, el triángulo no es solo una figura: es un espejo. Cada vértice tiene un rostro, una causa y una historia.
- La violencia directa se ha manifestado durante décadas en el conflicto armado, el narcotráfico, las masacres, los desplazamientos forzados y los asesinatos sistemáticos de líderes sociales. Aunque en algunos lugares ha cesado el fuego, el miedo permanece. Y hoy, ese miedo toma nuevas formas: la extorsión, que ha crecido de manera alarmante en los últimos tiempos, el control territorial ejercido por grupos armados y la expansión del crimen organizado en zonas donde el Estado sigue sin garantizar protección ni justicia.
- La violencia estructural está en la raíz de nuestra desigualdad. Colombia es uno de los países más desiguales del continente. En muchas zonas rurales y urbanas, el Estado simplemente no existe. O llega tarde. O llega mal. La pobreza, el desempleo, la corrupción, la impunidad y el abandono institucional no son accidentes: son expresiones concretas de una estructura que no garantiza los derechos más básicos.
- La violencia cultural, por su parte, es la más silenciosa pero quizás la más persistente. Es la que hace que muchas formas de exclusión se vean como “normales”. Es la que calla cuando matan a un líder, porque “algo habrá hecho”. Es la que desprecia al que piensa distinto, al que marcha, al que denuncia. Es la que impide hablar de paz sin ser señalado. Y también es la que tolera la corrupción como si fuera parte del paisaje, y la impunidad como si fuera inevitable.
Una violencia que se alimenta del poder
Hay que decirlo con claridad: el narcotráfico ha sido la gasolina de todos los actores armados ilegales. Financia la guerra, compra conciencias, infiltra las instituciones. Pero también hay que reconocer que la corrupción alimentada por la impunidad ha sido un virus estructural que permite que todo esto ocurra sin consecuencias.
En Colombia, demasiadas elecciones se deciden por el que más dinero gaste. Demasiadas decisiones públicas se toman pensando en intereses privados. Y eso también es violencia. Una que no se ve, pero que se siente todos los días.
Nombrar para transformar
Hablar de violencia no es quedarnos en la queja. Es empezar a ver con otros ojos. Es comprender que no basta con firmar acuerdos o reducir las cifras de homicidios. La paz no se construye silenciando las balas, sino desactivando las estructuras que permiten que vuelvan a sonar.
Nombrar la violencia en todas sus formas —la que mata, la que empobrece, la que desprecia— es el primer paso para construir una paz real, profunda y duradera. Porque si no entendemos lo que rompe la paz, nunca sabremos cómo reconstruirla.
Nota del autor: Esta es la segunda entrega de una serie de columnas sobre la paz en Colombia. En la próxima: La violencia que aprendimos. Porque para transformar la violencia, también debemos cuestionar la cultura que la justifica y la reproduce.