Edicion febrero 4, 2025
CUBRIMOS TODA LA GUAJIRA

La Kakistocracia: Un manual de cómo gobernar con ineptitud

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Columnista - Arcesio Romero Pérez
Columnista – Arcesio Romero Pérez

Ah, Colombia, tierra de realismo mágico, donde lo inverosímil se convierte en rutina y la política se asemeja más a una tragicomedia que a una ciencia seria. En este escenario, el gobierno de Petro ha logrado elevar la kakistocracia—ese arte de ser gobernados por los peores—a niveles que ni García Márquez hubiera imaginado.

Si Platón levantara la cabeza y viera la forma en que Gustavo Petro ha dirigido los destinos de Colombia, seguramente escribiría una nueva obra sobre cómo no administrar un Estado. Bienvenidos a la kakistocracia en su máxima expresión: un régimen donde la incompetencia y corrupción se dan la mano en un vals de desastre.

Prometer reformas estructurales es el deporte favorito de este gobierno, y fallar en cumplirlas, su especialidad. La reforma a la salud, vendida como la salvación del sistema, se ha quedado en un limbo legislativo, presa de los desencuentros entre el Ejecutivo y el Congreso. ¿El resultado? Los hospitales en las regiones siguen colapsando, y los pacientes, como siempre, son los grandes perdedores. La reforma laboral, anunciada con bombos y platillos, no pasó de ser un papel mojado. La reforma educativa, destinada a iluminar las mentes del futuro, se apagó antes de encenderse. Y la reforma pensional, que pretendía asegurar una vejez digna, se tambalea como un anciano sin bastón.

Es irónico que un gobierno que se autoproclama como “progresista” sea tan regresivo en su capacidad de acción. Tal parece que Petro ha adoptado como filosofía el “menos es más”, al menos cuando se trata de resultados.

Pero no todo es inacción; también hay espacio para la acción desmedida. La Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) debería ser el baluarte de la respuesta humanitaria en momentos críticos. En lugar de eso, se ha convertido en un manual de operaciones para desviar recursos públicos. Mientras los damnificados por inundaciones y deslizamientos claman por ayuda, el dinero destinado a estas emergencias encuentra refugio en bolsillos privados.

Si los insultos fueran políticas públicas, Petro sería un estadista ejemplar. En un arrebato de furia, llamó “malditos” a los congresistas, un gesto que, sin duda, fortalece la democracia y la colaboración interinstitucional. Pero el espectáculo no termina ahí: su incapacidad para negociar con las bancadas ha paralizado cualquier posibilidad de avanzar en las reformas prometidas. El país se encuentra en un estancamiento político sin precedentes, mientras el presidente prefiere el protagonismo en Twitter antes que sentarse a construir consensos. ¿El resultado? Una administración incapaz de superar las divisiones internas y un Congreso convertido en un teatro de insultos, recriminaciones y arrepentimientos tardíos.

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Por si todo esto fuera poco, el caos diplomático también se ha convertido en otra de las especialidades de la casa. La reciente crisis con Estados Unidos por la deportación de migrantes colombianos expuso la falta de estrategia del gobierno. Petro, en lugar de manejar con seriedad la situación, respondió con un berrinche diplomático que, lejos de mejorar la posición de Colombia, solo agravó la relación con un aliado clave. Mientras los migrantes sufrían las consecuencias de decisiones erráticas, el gobierno se enfrascaba en una pelea absurda con la administración de Trump, una pelea que, por supuesto, terminamos perdiendo.

Y si de malas decisiones se trata, el nombramiento de la nueva canciller es el epítome de la kakistocracia. Una funcionaria sin experiencia en diplomacia, pero con la habilidad necesaria para repetir el discurso oficial sin cuestionamientos. En un momento en el que Colombia necesita una estrategia exterior seria y efectiva, el gobierno elige la improvisación como política de Estado. Así, mientras el país se aísla y las relaciones internacionales tambalean, la diplomacia colombiana se convierte en un ejercicio de mediocridad.

El manejo de la violencia en el Catatumbo es otro testimonio del fracaso gubernamental. Mientras el Estado persiste en su narrativa de “paz total”, la realidad en la región es la de una guerra sin cuartel entre grupos armados que disputan el control del narcotráfico y las rutas ilegales. Las comunidades campesinas y los líderes sociales son las principales víctimas de un conflicto que el gobierno parece incapaz de controlar. La falta de estrategia en seguridad y la permisividad con actores armados han convertido el Catatumbo en un polvorín en estallido, donde la población vive entre el miedo y el abandono estatal. Mientras dos grupos ilegales se disputan el control territorial y de rutas en medio departamento, el presidente se refugia en una isla del Caribe a revivir el sueño libertario de Bolívar. Pero lastimosamente se asemeja más a Víctor Hughes, el ambicioso líder de El siglo de las luces de Carpentier, quien, en su afán por encarnar la revolución como una fuerza redentora, terminó atrapado en sus propias contradicciones y convertido en un déspota que traicionó sus ideales

El pueblo colombiano sigue soportando las consecuencias de un gobierno que parece haber olvidado que fue elegido para servir, no para servirse. Pero, como siempre, nos queda el humor negro para sobrellevar esta tragicomedia. Porque, al parecer, el cambio en Colombia siempre será más una promesa que una realidad.

En lugar de liderar con visión y compromiso, el gobierno de Petro parece más interesado en perpetuar el caos en una “Conmoción interior de la mediocridad”. Es un testimonio de cómo las promesas de cambio pueden convertirse en herramientas de decepción. Don Aureliano ha perfeccionado el arte de la kakistocracia, demostrando que siempre se puede caer más bajo en la escala de la ineptitud y la corrupción. Pero no nos preocupemos; al ritmo que vamos, pronto alcanzaremos nuevas cumbres de despropósito. Porque, al fin y al cabo, en Colombia, lo único que supera a la realidad es la sátira.

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