El Decreto 1275 de 2024: ¿Autonomía indígena o jugada política estratégica?
La reciente firma del Decreto 1275 de 2024, que otorga competencias ambientales a las autoridades indígenas, ha desatado un debate —o más bien, una avalancha de preguntas— sobre sus verdaderos alcances y motivaciones. El presidente Gustavo Petro lo ha presentado como un avance hacia la justicia ambiental y el reconocimiento de los conocimientos ancestrales de los pueblos indígenas, diciendo que ahora tendrán el mismo nivel de autoridad en sus territorios que las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR). Una declaración que suena a triunfo para las comunidades indígenas, pero al mirar un poco más de cerca, surgen dudas: ¿es esto un auténtico empoderamiento o simplemente una jugada política estratégicamente lanzada en vísperas de la COP16?
Firmar este decreto justo antes de la COP16 —uno de los foros internacionales más importantes en materia de cambio climático— parece más que una simple coincidencia. Darles a las comunidades indígenas un papel central en la gestión ambiental no solo suena bien, sino que además ayuda a Colombia a proyectarse como un líder progresista en la lucha global por el medio ambiente. Es un movimiento astuto, una narrativa perfecta para posicionarse en el escenario mundial. ¿Pero es genuino?
El presidente Petro criticó a las CAR, acusándolas de haberse “arrodillado a la codicia”. Un ataque fuerte, pero no nuevo. Las CAR han sido cuestionadas durante años por su ineficiencia y corrupción. No obstante, las CAR cuentan con estructura técnica y recursos financieros que, lamentablemente, las comunidades indígenas no tienen. Así que, ¿es este un verdadero traspaso de poder o simplemente una manera de sacudirse una responsabilidad complicada, esperando que las comunidades indígenas, sin los recursos necesarios, hagan lo que puedan?
El decreto establece que las autoridades indígenas tendrán las mismas competencias ambientales que las CAR en sus territorios y deberán coordinarse con otras entidades bajo principios de concurrencia y subsidiariedad. ¡Muy bonito en el papel! Pero cuando se trata de la implementación, la cosa se complica. Porque, aunque el conocimiento ancestral es innegablemente valioso, la gestión ambiental moderna requiere más que sabiduría tradicional: se necesitan tecnología, infraestructura, financiación y apoyo técnico. Y aquí el decreto guarda silencio. ¿Cómo se supone que las comunidades indígenas gestionarán sus territorios sin los recursos necesarios? ¿Estamos empoderando a las comunidades o simplemente les estamos lanzando responsabilidades sin darles las herramientas para enfrentarlas?
La nueva norma establece que estas competencias deben regirse por principios como la espiritualidad indígena, la territorialidad, la reciprocidad natural, la comunitariedad, la armonía y el equilibrio. Si bien estos valores son fundamentales en las cosmovisiones indígenas, también son difíciles de aplicar en un marco legal o técnico. ¿Cómo se legisla o monitorea con base en principios como la “armonía” o la “espiritualidad”? El decreto deja muchas preguntas sin respuesta sobre cómo estas nociones, respetables y valiosas, se traducirán en políticas ambientales efectivas. Y lo que es aún más preocupante: ¿no existe el riesgo de que esta subjetividad en la interpretación de los principios permita la toma de decisiones arbitrarias que no necesariamente respondan a las necesidades reales de las comunidades?
Por otro lado, si se reconoce a las comunidades indígenas como autoridades ambientales con base en estos principios, es justo preguntarse: ¿por qué no ofrecer las mismas facultades a las comunidades NARP (negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras) organizadas en consejos comunitarios en gran parte del territorio nacional? Estas comunidades tienen también una conexión ancestral con sus territorios y sus propias prácticas ambientales que merecen ser reconocidas. El principio de igualdad y el derecho de autodeterminación territorial deberían habilitarlos para reclamar competencias equivalentes. De no ser así, estaríamos ante una discriminación que ignora su rol histórico en la protección de sus territorios y su lucha por los derechos colectivos.
Más allá de las cuestiones operativas, el Decreto 1275 podría enfrentarse a serios desafíos legales. Su sujeción a principios intangibles y su transferencia de competencias ambientales a las autoridades indígenas parecen contradecir directamente la Ley 99 de 1993, que establece el marco normativo para la protección del medio ambiente en Colombia y otorga a las CAR un rol central en dicha gestión. Además, la Constitución Política establece una estructura clara de competencias que este decreto podría estar vulnerando, ya que no solo desafía el equilibrio institucional entre las CAR y otras entidades, sino que también se arriesga a otorgar competencias que podrían considerarse exclusivas del Estado. En consecuencia, es casi inevitable que se presenten demandas ante la Corte Constitucional, alegando la inconstitucionalidad del decreto por violar el principio de jerarquía normativa y por contravenir la legislación ambiental vigente. Lo que inicialmente parece un paso hacia la justicia podría terminar enredado en batallas judiciales que paralicen su implementación.
El presidente Petro fue enfático al criticar a las CAR, señalando que se han convertido en cómplices de la destrucción ambiental. Y, aunque no hay dudas de que las CAR tienen un historial cuestionable, tampoco podemos pasar por alto que su disfuncionalidad es parte de un problema estatal mucho más amplio. Transferir la responsabilidad a las comunidades indígenas sin abordar estos problemas sistémicos no parece resolver nada de fondo. En lugar de enfrentar las fallas estructurales, el gobierno parece haber optado por desviar la atención, entregando responsabilidades a quienes, a pesar de su conocimiento y vínculo con la naturaleza, no tienen el apoyo institucional ni los recursos para enfrentar las mismas fuerzas económicas y extractivistas que las CAR no han podido controlar.
El primer mandatario también ha señalado que las comunidades indígenas no se han “arrodillado a la maquinaria de muerte” que representa la explotación de combustibles fósiles, una afirmación que suena loable. Sin embargo, las realidades de minería ilegal, deforestación y explotación de recursos continúan siendo amenazas diarias para estas comunidades. ¿Cómo evitar que el decreto, en lugar de protegerlas, las sobrecargue con responsabilidades que no tienen cómo cumplir, dejándolas aún más vulnerables ante esas mismas presiones externas? En lugar de brindarles un verdadero poder para resistir, este decreto podría ser una camisa de fuerza disfrazada de autonomía.
El Decreto 1275 de 2024 plantea grandes expectativas sobre la relación entre el Estado y los pueblos indígenas en la gestión ambiental. Sin embargo, su éxito dependerá de la implementación real. Sin un sistema de apoyo técnico y financiero adecuado, y sin una clara distribución de recursos, esta medida corre el riesgo de ser un gesto simbólico, políticamente oportuno, pero vacío de contenido práctico. Al final, más que un verdadero acto de justicia ambiental, este decreto podría ser una jugada política estratégica lanzada antes de la COP16 para ganar puntos en la arena internacional, dejando a las comunidades indígenas —y afrodescendientes— lidiando con los mismos problemas, pero ahora con una carga mayor y menos respaldo.