Las gafas de Pinochet
En las concepciones políticas de algunos partidos de izquierda latinoamericana las dictaduras solo pueden ser de derecha. Cuando piensan en un dictador no asocian su imagen con las costosas corbatas de Nicolás Maduro. No, lo que viene a sus mentes son las gafas oscuras de Augusto Pinochet. Esa difundida imagen, tomada por el fotógrafo holandés Chas Gerretsen en blanco y negro en 1973, sirvió recurrentemente para ilustrar las noticias de las sistemáticas violaciones de derechos humanos que cometía la dictadura militar chilena. Pinochet se revela en ella como un ser inescrutable tras los lentes oscuros. Asimilado a un gigantesco insecto o a un ídolo de piedra, estos aditamentos le permitieron ocultar tanto sus emociones como la verdad de lo que sucedía bajo su régimen brutal.
Del dictador dominicano Leónidas Trujillo se decía que era incapaz de sudar de la misma forma en que algunos tiranos eran incapaces de sonreír. En contraste, Maduro se enfunda en una sudadera con la bandera tricolor de su bolivariana república. Se le ve como un alegre nativo del trópico que cultiva deliberadamente el estereotipo mediático de su torpeza mientras se sigue manteniendo por cualquier medio en el poder. Al fin y al cabo, un hombre torpe es percibido como un ser limitado y falible que no encaja en la crueldad perfecta de un dictador. El propio presidente de Brasil, Ignacio Lula Da Silva, ha afirmado que el Gobierno de Maduro en Venezuela es un régimen con un “sesgo autoritario”, pero “no es una dictadura”. Los dictadores reconocidos son, entre otros: Batista, Pérez Jiménez, Somoza, Videla y Duvalier. Todos encasillados en la derecha. Cuando un líder de izquierda se atornilla indefinidamente en el poder y se viste de verde oliva, no se le considera un dictador. Se le recuerda con el sacramental y patriótico título de “comandante”.
Ortega y Maduro son anclas de acero que pesan en el cuello de la izquierda ortodoxa en nuestro continente. Mientras el primero es impresentable, el segundo lucha hoy por el reconocimiento internacional de la extensión fraudulenta de su régimen. El gobierno de Chile ha marcado una firme distancia después de las pasadas elecciones en Venezuela y no desea cargar el pesado bacalao que Maduro significa para el futuro de los movimientos democráticos alternativos en la región. La mediación de Colombia y Brasil no ha obtenido resultados tangibles hasta el momento. El dictador venezolano hábilmente la aprovecha para obtener el preciado oxígeno que requiere en los momentos más críticos.
En las últimas horas, la organización Human Rights Watch ha expresado su preocupación por la propuesta de algunos gobiernos como el de Brasil de repetir las elecciones en Venezuela. Esta inquietud incluye la iniciativa de Petro de conceder una amnistía general que violaría el derecho internacional y afectaría a los derechos de las víctimas de atrocidades. También les preocupa la idea de limitarse a acatar lo dispuesto por el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, un órgano subalterno del régimen, como lo planteó el gobierno de México. El dilema de la izquierda en este continente es el de escoger entre privilegiar la afinidad ideológica o reiterar principios, valores y reglas de juego de la democracia. No se puede mirar el despotismo solo a través de la imagen de las gafas de Pinochet pues las dictaduras modernas, de cualquier tinte ideológico, se camuflan también a través de elegantes corbatas y sudaderas pintorescas.
De ceder en este punto y privilegiar la proximidad ideológica se cumplirá lo escrito por George Orwell: “No hay delito, absolutamente ninguno, que no pueda ser tolerado cuando nuestro lado lo comete”.