Recuerdos de las patillas de la gente buena y el Old Parr
“Sembraré maíz con yuca y frijolito, auyama y patilla con bastante ñame, y de ñapa tú te vas a acompañarme para que yo no esté en el monte tan solito.”
“El frijolito” es una obra musical de Diomedes Díaz que en 1980 Poncho Cotes Jr. y Carlos Rodríguez incluyeron en el corte 3 del lado B del LP “El dúo de gala”. Es una canción de amor con un profundo sabor agrario en la cual le promete a la chica llevarla a su roserío, donde serán felices porque la cuchara estará asegurada. Sembrará de todo mientras alimentan su mutuo amor, una de esas canciones que ningún salchipapero se atreve a grabar en la actualidad porque ya la letra es lo que menos importa.
No pude evitar evocar esa canción al escribir esta crónica porque se refiere a la fruta que trajo hoy la inspiración para mí, la patilla, que hoy se conoce en los altos estratos con el nombre rimbombante de “sandía”.
Me encontraba en Monguí, repechado tomándome el chorrito de café servido en el platico de Marquesita Romero, y recibí una llamada de la prima Duvis Acosta para decirme que en la casa había una encomienda para mí. Pensé en un frasco con dulce de leche o algo similar. Momentos después apareció en el lugar Migue, mi amigo de infancia, de aquellos con los cuales jugábamos boliche en calzoncillos. Es un buen campesino a quien el infortunio le impuso el trabajo duro y puro en los montes ajenos con hacha y machete desde pequeño. Sus padres se separaron y sabemos que los muchachos son las primeras víctimas de las decisiones desafortunadas de sus ascendientes. Fue uno de los motivos por los cuales este pobre muchacho nunca asistió a la escuela. Me estremeció cuando me confesó que no sabía leer ni escribir, increíble pero cierto.
Resulta que ese muchacho, para mí lo sigue siendo, permaneció durante más de veinte años en Venezuela y regresó al pueblo con la familia como buen campesino trabajador, con las manos llenas de callos, limpias pero vacías. Me pidió que lo ayudara, que no tenía ni donde estar ni donde llegar, y evidentemente yo, como titular de un apellido de secuestrable y patrimonio de secuestrador, lo único que tengo son dos chicotes de tierra: uno que compré con mi liquidación de once años de trabajo de lunes a domingo en el Seguro Social, y el otro con mi liquidación de la Rama Judicial y la Procuraduría. Son tan pequeños los predios que cuando cuelgo una hamaca de un lado tengo que pedir permiso al vecino para colgar el otro lado. Pues bien, sentí que era mi deber ayudarlo. Le entregué en comodato un pedazo de tierra para que en un ranchito pudiera meterse con su familia y en cinco hectáreas pudiera cultivar sin ninguna contraprestación, solo para agradar a Dios.
Mientras tomaba café y comía prójimo, mi amigo me contó, entre otras cuitas, que cultivó dos hectáreas de patillas en la tierra que le presté, pero que, atropelladas por el verano, resultaron un fracaso. De vaina se salvó una sola, y él la puso en manos de mi prima Duvis para que me la entregara. Sin duda, sabía que la custodia de la misma quedaría en manos insospechables porque con los puercos no se pueden mandar las yucas. Entendí entonces que esa era la encomienda que ella me había anunciado. Esos son los detalles que llegan al alma; la gratitud no es un valor exclusivo ni de ricos ni de pobres, es la virtud más importante de las buenas almas. No encontró ese humilde hombre otra manera de complacerme. Me estremeció porque ese es un detallazo: él me regaló esa patilla tan grande que si la hubiera vendido hubiera asegurado por lo menos el arroz y la presa para el día. Recordé a mi padre cuando una vez no quería regalar a otro niño un bombón de varios que nos trajo de Bogotá, y me dijo: “Te voy a echar un cuento, había una vez un hombre tan loco que todo lo daba y mientras más daba más tenía”. Así logró que yo repartiera las chupetas, eran grandes, no las habíamos visto antes ni en televisión porque no teníamos televisor. En este caso, Migue, el jornalero honrado y trabajador, que solo pudo cosechar media patilla por hectárea sembrada, no me regaló la única que nació, me regaló lo único que tenía, el fruto de su trabajo.
Ese que para mí es un acontecimiento que alegra mi corazón ha traído a mi mente el recuerdo imperecedero de aquella vez cuando Eduardo Medina “Babo”, mi abuelo, hizo un sembrado de patillas en uno de sus rastrojos, “El pozo”. Cuando ya estaban listas para comer, las recogió y las juntó en pilas inmensas. Mandó a invitar a toda la gente del pueblo que quisiera para que fueran por las suyas. Allá fuimos todos, niños y adultos. Eso fue al lado de la antigua carretera entre Monguí y Machobayo. En esos momentos pasaba por el lugar un bus de la empresa “Cosita linda” que se desplazaba de Riohacha a Valledupar, y detuvo su marcha. Los pasajeros y el conductor bajaron y todos se llevaron las suyas. Por eso mi tía Nelis Medina siempre dice que mi abuelo “no daba lo que no tenía”, era un hombre generoso y bueno, nunca le vendió un guineo o una yuca a nadie, sembraba para repartir.
También viene a mi memoria que en la casa siempre mi padre partía una patilla en las primeras noches para compartir. Nos desesperábamos y siempre nos decía que esperáramos hasta cuando “el radio dijera ‘El reportero Caracol… el primero con las últimas’”. Aquí, todos estábamos junto a él y eran minutos eternos, y sin querer queriendo nos obligaba a escuchar las noticias. Apenas se escuchaba ese santo y seña, salíamos corriendo a buscar el cuchillo; aquello era maravilloso.
Imposible olvidar lo sucedido el 30 de junio de 1992. Aquel día me encontraba en Monguí y llegaron a visitarme mi cuñado Aurelio Arregocés, mi amiga Idalmis Cotes y Edilberto Matías Pitre, un colega y buen amigo de Maicao. Ellos estaban tomando y yo me incorporé a la parranda en mi casa. De pronto se me prendió el bombillo y los convidé para irnos a “La finquita” del tío Moisés Acosta, muy cerca de Cerrillo, donde había una quebrada y él tenía un cultivo de patillas. Evidentemente, allá fuimos y fuimos recibidos por el tío, y de entrada partió una grandísima y tan roja como la de “El patillero” de Roberto Solano. Aurelio nos metió miedo diciendo que eso era veneno al juntarse con el Old Parr que estábamos tomando. Nosotros no le prestamos atención y seguimos comiendo. Él no aguantó la tentación, pero mientras comía iba diciendo: “Muchachos, esto es peligroso, cuidado con una vaina”. En fin, metiendo terror. De ahí salimos con la barriga y la vejiga más llenas que marido de fondera. Y sucedió algo increíble: ni Idalmis, ni Pitre ni yo sentimos nada, pero adivinen… Aurelio tuvo que ser hospitalizado en la noche. Duró tres días internado en Maicao. Definitivamente, como que su organismo escuchó cuando el paciente dijo que el Old Parr y la patilla eran incompatibles, y diría yo que la mente es poderosa.
Recordar es parte del alimento de la vida, ¡y nuestros pueblos siguen siendo fuente inagotable de crónicas interminables!