Esta semana me llamó un empresario de Córdoba, a contarme que había unas 24.000 toneladas de maíz almacenadas en varios municipios, porque el precio se desplomó de $1.600.000 a $1.100.000 entre la fecha de siembra y cosecha. También recibí una llamada de un agricultor de Sucre, contándome que la industria de almidones les estaba comprando a $450.000 la tonelada de yuca, cuando al momento de sembrarla costaba $900.000. Así sucede con la mayoría de los productores de otros subsectores agrícolas y pecuarios del país.
Estos problemas suceden porque la producción agrícola en Colombia, se da en dos temporadas: primavera – verano, que va entre el 2 de marzo y el 22 de septiembre, y otoño – invierno, entre el 1º de octubre al 28 de febrero. Como no contamos con suficientes distritos de riego, a los agricultores les toca sembrar con las lluvias de San Isidro, la mayoría de las áreas de maíz, arroz, papa, frijol, soya, algodón, plátano, frutas, tubérculos, hortalizas y verduras. Cuando llegan las cosechas se caen los precios por la sobre oferta de alimentos y materias primas. Miremos un ejemplo: En Casanare y Meta, se siembran, en abril y mayo, alrededor 250.000 hectáreas de arroz secano y se cosechan en agosto y septiembre, aproximadamente 1.225.000 toneladas de paddy húmedo, que se convierten en unas 333.200 toneladas de arroz blanco. Según el Dane, una persona consume en promedio 1,62 libras semanalmente, por lo tanto, esa producción tarda alrededor de dos meses en consumirse. Lo lógico, es que, en esos meses, no se autorice la importación de las 138.819 toneladas pactadas con Estados Unidos, Ecuador y Perú.
En segundo lugar, el ministerio de Agricultura, a través de la Unidad de Planeación Rural y Agrícola -UPRA-, debería instituir un plan de zonificación de siembras en cada región, teniendo en cuenta los factores determinantes (temperatura, humedad relativa, luminosidad y precipitación) y la demanda del mercado. En tercer lugar, debe crearse un instrumento de cobertura de precios subvencionado al productor. En cuarto lugar, debe destinarse un paquete de recursos de incentivos y subsidios, para fomentar las inversiones en sistemas de riego, mecanización de cultivos e infraestructura de secamiento y almacenamiento de materias primas. Y por último, planear con la industria, los contingentes de importación de materias primas, para mantener los inventarios y no distorsionar los precios de la oferta y demanda nacional.
Los ministros de Agricultura y de Comercio e Industria, deben comprender que los agronegocios a cielo abierto tienen demasiados riesgos y, por lo tanto, requieren del acompañamiento permanente del Estado, si se quiere garantizar la oferta de alimentos, el empleo rural y la riqueza en los territorios. Cuando un agricultor o ganadero, decide hacer una inversión en el campo, se expone a los riegos climáticos, fitosanitarios, transporte, mano de obra, inseguridad y al más dañino de todos, el riesgo político. Pues, en este país, los congresistas y el gobierno, viven cambiando a cada rato las normas que regulan al sector agropecuario, afectando las rentas de los productores del campo. Ni siquiera han sido capaces de resolver el riesgo de la inseguridad jurídica sobre la propiedad de la tierra.