Edicion septiembre 20, 2024
Columnista - Marga Palacio Brugés

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Festival

Columnista – Marga Palacio Brugés

El primo está contento: le pagaron la quincena, es día de festival y La Primera lo espera.

Se puso pintoso y cuando le vio el pelo brillante a su medio hermano mestizo, decidió aplicarse un poquito de grasa para disimular su ñonguera y resultar más atractivo.

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Ahora sí está listo, parece un muñequito de pudín y encajadito sale de su casa, mientras su abuela le da la bendición, encomendándolo a todos sus santos.

La calle primera estaba hasta los teques, pero ello no le impidió encontrar a su combo; los parranderos se atraen como imán y es así como las agujas en un pajar magnéticamente forman sus grupos y dan inicio a la bebeta.

Mientras tanto, el acordeonero de un grupo que vivía en la provincia, estaba tan nervioso con su participación en el festival que alborotó su gastritis emotiva y le tocó rempujarse el amargo zumo de una papa, cruda y rallada, para calmar el malestar, mientras que las notas del aparato sofocaban el sonido grotesco de su estómago agitado y sus dedos se deslizaban con maestría natural por el teclado, ensayando su mejor pase: “pica gallito”, se repetía mentalmente intensificando las morisquetas, más por el dolor que por el éxtasis habitual que le producía un toque.

Se acordó del primo, lo llamó y le ofreció unas boletas de cortesía para que fuera a verlo, no conocía a nadie en la capital y mientras que el cantante del conjunto llevaba una catajarria de familiares, él, en el fondo del bus, acompañaba la soledad con gastritis y vallenatos y pensó que el espaldarazo del pariente le caería al pelo.

Los cinco amigos se situaron en un buen puesto, donde podrían ver, a todo dar, el espectáculo, sobre todo al pollito acordeonero solitario, que con su nadadito de perro y su talento inmenso, estaba en la final.

La manera abrupta con que el indómito artista había interrumpido sus estudios universitarios para dedicarse de lleno al acordeón, causó malestar en su familia; ya tenían en la pared el clavito listo donde colgar el cartón del frustrado doctor y le desconocieron su talento.

Pero como lo que es pa’ perro, no hay gato que se lo jarte, esa noche el pollo picó como nunca y hasta desde la ventana del cielo, se asomaron los ángeles acordeoneros a admirarlo: entre ellos, Alejo, Colacho y Juancho.

El jurado la tenía clara, bastaba mirar al público en éxtasis quien, con aplausos, había ya insinuado el veredicto.

El organizador del festival, un culto bohemio, retirado de la política, amante del folklore y compositor, entre otras, escrutaba la mirada del jurado, implorando que hubiesen entendido que estaban de frente a un virtuoso, de esos que de tanto en tanto pare la provincia.

El pelao sudaba la gota gorda entre nota y nota y apretaba los dientes para aguantar las punzadas y el reflujo; mientras veía con melancolía la familia en pleno del cantante, apoyando su artista.

De repente, sus ojos se toparon con el primo; ahí estaba con su combo, sosteniéndolo. Parecía un loquito incitando al público a aplaudir y gritaba: ¡ese es mi gallo! Así que transformó su mueca en sonrisa, se olvidó del dolor y terminó la intervención con su mejor pase, dándole el golpe de gracia a sus contendores y fue elegido ganador: sin duda el mejor acordeonero del festival, despegando su carrera por un camino que lo condujo a la cima del éxito.

Hoy, del clavito dónde no se colgó el diploma, pende una foto de ese inolvidable momento, para la posteridad y la alegría y orgullo de su familia.

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