Cualquier tarde de mi infancia, después de jugar, correr y reír, como lo hacía todas las tardes durante las vacaciones, junto con mis amiguitos de barrio nos tomábamos un reposo en la terraza de la casa de Jazmín, la vecinita de enfrente; éramos una patota de unos ocho o diez muchachos sudados, felices y pobres, o sea doblemente felices.
Siempre, después de recobrar un poco de fuerza, aparecía alguna de las niñas con un cuaderno y un lápiz a proponer un juego, que por más que me he esforzado en recordar su nombre, no he podido.
Consistía en una serie de preguntas que al final arrojaba como resultado, la suerte de nuestra vida en el futuro: Qué estudiaríamos, a qué edad nos casaríamos y si tendríamos o no riquezas; era un entrenamiento de pitonisa pata infantes.
Todos, por turnos y con ansiedad, esperábamos el momento en que nuestra suerte fuera leída. Todos quedábamos contentos, aunque entre un día y otro, las premoniciones fueran muy distintas. A mí, por ejemplo, un día me profetizaban soltería eterna y al siguiente que me casaría a los veintiún años; ninguna de las profecías fue acertada.
Después del ritual de inocente nigromancia, tirados de espaldas al suelo, conversábamos y fantaseábamos sobre nuestros anhelos para la vida. Era una muy seria conversación sobre metas, aspiraciones y sueños por cumplir; alimentábamos las esperanzas de una vida buena y un mejor futuro.
Recuerdo en particular una conversación de aquellas, porque en esa ocasión todos quedaron satisfechos con los pronósticos que anunció el juego, menos yo. Esa vez, me vaticinaron un casorio feliz a temprana edad, diez hijos y nada de riquezas; entré en pánico, yo no me quería casar tan joven, menos tener una prole tan grande y menos seguir siendo pobre, menos con tantas bocas que alimentar; protesté y descalifiqué con vehemencia el juego.
—Es un juego nada más, Jorgito, no te agites —me dijo mi hermano.
—Claro —le contesté—, eso lo dices porque a ti te salen riquezas en el futuro.
—Pero tú vas a tener una familia grande.
—Pero yo quiero es tener plata, ser millonario.
—Eso no es lo más importante.
—Claro que sí lo es.
—No, lo más importante en la vida es ser feliz.
La conversación quedó ahí, el tiempo de filosofar se agotó y era momento de volver a la calle, a ser niños felices con los pies descalzos y las caras sucias, todavía inocentes, soñadores, sin saber qué nos depararía la vida.
No sé en qué momento esos días se fueron; corrieron raudos, implacables, y de pronto era un jovenzuelo abriéndome camino a brazo partido para lograr los propósitos que me había trazado.
Mi ideal de vida o el que creí debía ser el ideal de vida, comenzaba con alcanzar un título profesional, lograr reconocimiento social y amasar riquezas, esa era mi concepción de éxito; para mí, todo lo demás, era secundario, de manera que invertí mis esfuerzos en alcanzar esas metas.
Con mi título de abogado en manos, trabajé con disciplina, sin descanso. Era claro para mí que la profesión podría abrir puertas insospechadas, y así fue. Aplicaba con rigor cada consejo que los gurús del éxito enseñan, no escatimaba en nada. Relaciones, estudios, vida social, todo giraba alrededor de “lograr el éxito”.
Estudié los ciento un principios de la personalidad triunfadora, los diez principios del éxito y la fórmula secreta para ser un ganador; fueron más de cien libros que sobre el tema devoré.
Los títulos, la imagen personal, una membresía de club, mi cuenta bancaria y una agitada e irresponsable agenda social, fue lo único que por años me importó.
Era una carrera frenética por alcanzar, por conseguir, por tener, y tan pronto conquistaba alguna meta, me movía con fuerzas hacía una colina más alta, más visible. Así, consumí una parte importante de mi vida. Según los cánones universales, era un hombre de éxito, me veía como uno; en realidad, por dentro algo estaba haciendo falta.
En mi afán dejé de lado las cosas simples de la vida, las que dan satisfacción duradera y las que tienen efectos eternos.
Era prisionero de un estereotipo, enredado en una maraña de actividades que se robaban mi tiempo, mi tranquilidad y que, a cambio, dejaban más frustración que alegrías.
Una noche, sentado en el balcón de mi cabaña de Pradomar, mientras contemplaba el cielo estrellado sobre las playas del Caribe, un lujo que muy pocas veces me daba, recordé la conversación con mi hermano la tarde lejana de nuestra infancia cuando la vida era tan sencilla y tan feliz, y comprendí, media vida después, lo que él intentó hacerme entender aquella vez: que lo más importante, lo realmente importante, es ser feliz.
A esa altura de mi vida ya tenía comprobado que la felicidad nada tenía que ver con logros, dinero ni popularidad; no es que sean malos, pero suelen convertirse, con mucho disimulo, en distractores de las cosas más relevantes, terminan siendo dioses que dominan y arruinan, así que lo primero que decidí fue poner cada cosa en su lugar.
Fue reaprender a vivir, comprender que no hay fórmulas para vivir, no hay patrones ni modelos, no pueden existir; se disfruta viviendo y se pierde de la misma manera, hay principios, eso es otro asunto, y las reglas de vida se construyen sobre aquellos; por regla general, si los principios son incorrectos, igual serán las reglas.
Transcurrido más de la mitad del tiempo que estaré en este mundo, me he convencido que el éxito tiene la forma de las cosas que amo, y que por algún tiempo no supe apreciar.
No existe ni podrá existir privilegio más grande que mirar el sol cuando nace cada mañana y los arreboles que forman graciosos las nubes al caer la tarde; los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos.
Me extasía el fulgor de las flores de mi jardín, me encanta perderme en la mirada de mi mujer, me alegra la risa de mis viejos; me conmueven las caricias de mis hijas, ver crecer a mis nietos, a mis hijos hacerse buena gente y poder disfrutar cada mañana, en el patio de la casa, mi tacita de café. Esa, es mi definición de éxito, y la suya, ¿cuál es?