El hambre y la miseria no son buenas consejeras y por ello en el cambuche se escondía la deshonestidad, junto a tantos corotos robados para sobrevivir.
Sin embargo, aún con la pelúa encrespá, algunos preferían aferrase a la decencia y día a día se levantaban a rebuscarse, reciclando de las basuras todo lo que pudiese ser vendido o barateado en el comercio.
El Chamo madrugaba diariamente; sabía que sus 4 hijos, apiñados a la brava entre cartones y trapos, se despertarían sin nada que comer, esperando su regreso para espantar el hambre.
Ese día, víspera de navidad, salió con su morral en la espalda y sus zapatos rotos y al pasar por la casa de una matrona, se ofreció a recoger unos escombros a cambio de unos pocos pesos.
Sonriente metió el billetico de baja nominación con que le pagaron, en uno de los bolsillos del morral y feliz recibió la caja de icopor con deditos y otras picadas, frias y amanecidas como el borracho que aún estaba en la puerta peleando con Morfeo, como único sobreviviente de la parranda de anoche.
Se comió un tequeño y guarda los otros, pensando en sus chamitos y su catira.
Así, midiendo calles, llegó al conjunto residencial bonito, decorado de navidad.
Lo dejaron pasar a regar las matas, lavar unos carros y, de paso, ayudó con un trasteo, se trepó en el techo a cambiar unos foquitos fundidos, botó una basura y ayudó, siempre con una sonrisa, a todo el que lo ocupó.
El morral no le dio basto para guardar los panes, pasteles y hasta una sopa que le regalaron, por ello recibió con gusto una maleta vieja que la solterona del conjunto le facilitó, para seguir guardando la generosidad que se volvía peste y que contagiaba casa por casa.
Ya no era solo comida lo que le daban, le preguntaron la edad y tallas de los hijos, él los describía comparándolos con cualquiera de los muchachitos bien trajeados que retozaban seguros en el conjunto cerrado, felices y pindongos en sus patinetas, bicicletas y hasta carritos en miniaturas, y le echaron en la maleta ropa en buen estado, limpia y doblaba para sus hijos, cuyas talla desconocía porque nunca les había comprado nada para vestir y estrenar; hasta una colonia le dieron, junto a zapatos, chancletas y tantos otros perendengues.
La solterona generosa y averiguadora de la vida ajena, le hizo el censo de sus necesidades y recogía juguetes, cosas de aseo personal, comida, etc., etc. y los echaba en una bolsa negra, porque morral y maleta ya no daban a basto.
El Chamo entró a una casa a limpiar un patio y cuando terminó, encontró otra bolsa grande con jugueticos envueltos que otra vecina se dedicó a limpiar y envolver dándoles apariencia de nuevos y la peste de solidaridad cundió el lugar. Hasta unas cervezas le llevó el doctor al que le dejó reluciente el carro y le pagaron un taxi para que lo acercara al cambuche, cargado, hasta los teques de solidaridad.
Cuando llegó a casa, porque así fuera de cartón, casa es donde está tu corazón, encontró a su familia engañando el hambre con un agua e’ panela.
La catira estaba triste, extrañando su gente, su tierra y los buenos tiempos… El Chamo, feliz, les mostró todo lo que traía, lo acomodaron y hasta compartieron con los paisanos del cambuche de al lado y encendieron un radio con pilas que encontraron en el fondo de una de las bolsas. Por pura casualidad, una gaita conocida sonó en la emisora y devorando los tequeños (deditos) y hasta un pan venezolano, entre otras exquisiteces, les dio la media noche y también al cambuche llegó la navidad.
Paisano: que tu privilegio no te nuble la bondad y recuerda que “lo que a ti te está sobrando a otro le salva la vida”.
Feliz navidad para ti y también para los del Cambuche.