Edicion septiembre 20, 2024

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Columnista – Marga Palacio Brugés

El hambre y la miseria no son buenas consejeras y por ello en el cambuche se escondía la deshonestidad,  junto a tantos corotos robados para sobrevivir.

Sin embargo, aún con la pelúa encrespá, algunos preferían aferrase a la decencia y día a día se levantaban a rebuscarse, reciclando de las basuras todo lo que pudiese ser vendido o barateado en el comercio.

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El Chamo madrugaba diariamente; sabía que sus 4 hijos, apiñados a la brava entre cartones y trapos, se despertarían sin nada que comer, esperando su regreso para espantar el hambre.

Ese día, víspera de navidad,  salió con su morral en la espalda y sus zapatos rotos y al pasar por la casa de una matrona, se ofreció a recoger unos escombros a cambio de unos pocos pesos.

Sonriente metió el billetico de baja nominación con que le pagaron,  en uno de los bolsillos del morral y feliz recibió la caja de icopor con deditos y otras picadas,  frias y amanecidas como el borracho que aún estaba en la puerta peleando con Morfeo, como único sobreviviente de la parranda de anoche.

Se comió un tequeño y guarda los otros, pensando en sus chamitos y su catira.

Así, midiendo calles, llegó al conjunto residencial bonito,  decorado de navidad.

Lo dejaron pasar a regar las  matas, lavar unos carros y,  de paso, ayudó con un trasteo, se trepó en el techo a cambiar unos foquitos fundidos, botó una basura y ayudó, siempre con una sonrisa, a todo  el que lo ocupó.

El morral no le dio basto para guardar los panes, pasteles y hasta una sopa que le regalaron, por ello recibió con gusto una maleta vieja que la solterona del conjunto le facilitó, para seguir guardando la generosidad que se volvía peste y que contagiaba casa  por casa.

Ya no era solo comida lo que le daban, le preguntaron la edad y tallas de los hijos, él los describía comparándolos con cualquiera de los muchachitos bien trajeados que retozaban seguros en el conjunto cerrado, felices y pindongos en sus patinetas, bicicletas y hasta carritos en miniaturas, y le echaron en la maleta ropa en buen estado, limpia y doblaba  para sus hijos,  cuyas talla desconocía porque nunca les había comprado nada para vestir y estrenar; hasta una colonia le dieron, junto a zapatos, chancletas y tantos otros perendengues.

La solterona generosa y  averiguadora de la vida ajena, le hizo el censo de sus necesidades y recogía juguetes, cosas de aseo personal,  comida, etc., etc. y los echaba en una bolsa negra, porque morral y maleta ya no daban a basto.

El Chamo  entró a una casa a limpiar un patio y cuando terminó, encontró otra bolsa grande con jugueticos envueltos que otra vecina se dedicó a limpiar y envolver dándoles apariencia de nuevos y la peste de solidaridad cundió el lugar. Hasta unas cervezas le llevó el doctor al que le dejó reluciente el carro y le pagaron un taxi para que lo acercara al cambuche, cargado, hasta los teques de solidaridad.

Cuando llegó a casa, porque así fuera de cartón, casa es donde está tu corazón, encontró a su familia engañando el hambre con un agua e’ panela.

La catira estaba triste, extrañando su gente, su tierra y los buenos tiempos… El Chamo, feliz, les mostró todo lo que traía, lo acomodaron y hasta compartieron con los paisanos del cambuche de al lado y encendieron un radio con pilas que encontraron en el fondo de una de las bolsas. Por pura casualidad,  una gaita conocida sonó en la emisora y devorando los tequeños (deditos) y hasta un pan venezolano, entre otras exquisiteces,  les dio la media noche y también al cambuche llegó la navidad.

Paisano: que tu privilegio no te nuble la bondad y recuerda que “lo que a ti te  está sobrando a otro  le salva la vida”.

Feliz navidad para ti y también para los del Cambuche.

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