
La pluma dorada plasma la pagina en blanco con la tinta fina de su pensamiento inspirada en la epoca mas linda de los años. La Navidad, esa que llega como un susurro antiguo que nos invita a detenernos. A bajar la velocidad del ruido, de la pelea, del juicio permanente. El 24 y el 25 de diciembre no son solo fechas marcadas en el calendario; son un umbral. Una oportunidad para mirarnos sin máscaras, como familia, como sociedad y como país.
Colombia es un sol. Un solo sol que alumbra pieles distintas, lenguas distintas, territorios distintos, culturas que miran el universo desde lugares diversos. Somos Caribe y Andina, Pacífico y Orinoquía, Amazonía y desierto. Somos indígena, afro, campesino, raizal, mestizo. Somos ciudad y somos vereda. Y, aun así, seguimos olvidando lo esencial: somos Colombia.
Nos hemos convertido, muchas veces, en defensores feroces de nuestras ideologías, de nuestras posiciones, de nuestras verdades. Defendemos tanto “lo nuestro” que olvidamos lo común. Atacamos al otro como si fuera enemigo, incluso cuando el otro intenta hacer el bien. Nos devoramos entre nosotros, como caníbales de la palabra y del señalamiento, por miedo a perder privilegios, comodidad o poder. Y en ese ejercicio, hemos ido rompiendo el tejido que nos sostiene.
Esta época nos reúne alrededor de una mesa, de una vela encendida, de un abrazo que a veces cuesta, pero que sana. Y es ahí donde la Navidad nos pone una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿Qué hemos construido y qué hemos destruido como país? Y más aún: ¿si lo bueno que hoy tengo fue construido desde la lealtad al otro, desde la lealtad a Colombia, o solo desde mi individualismo?

Las divisiones políticas, religiosas, sociales y económicas nos han fragmentado. Cada quien pelea su lugar, su comodidad, su discurso. Nos juzgamos con facilidad, pero rara vez nos detenemos a asumir responsabilidades. Buscamos culpables afuera, cuando muchas veces hemos sido parte del problema, con nuestro silencio, con nuestra indiferencia o con nuestra violencia cotidiana.
Que este 24 y 25 de diciembre el mejor regalo no sea lo material, sino la reflexión propia. Preguntarnos con honestidad si somos realmente felices y a costa de qué. Si nuestra tranquilidad ha significado la exclusión de otros. Si nuestra voz ha servido para construir o para destruir.
Esta reflexión nos convoca a todos, desde cada rol que habitamos. A la familia, porque es la primera escuela de valores. A la escuela, porque allí se forma el país del mañana. ¿Qué está haciendo la escuela hoy por Colombia? ¿Qué estoy haciendo yo, si soy maestro o maestra, sabiendo que cada palabra que pronuncio deja huella en el futuro de este país?
Si soy político, ¿estoy aportando desde la ética y el servicio, o desde el interés personal? Si llevo años en el poder, ¿realmente la gente vive mejor? Y si soy nuevo, ¿tengo la valentía de no repetir los errores que han herido a Colombia?
Si soy mamá o papá, ¿estoy formando hijos que sepan convivir, respetar, amar, cuidar la casa, el hogar y el país?
Este país viene de una historia de guerra, de lucha, de resistencia y de búsqueda de liberación. Pero esa liberación tiene que empezar en el ser de cada uno de nosotros. Entender que no se trata solo de “mi familia”, porque mi país es mi familia. Mi país es mi casa, mi hogar común.
Somos aves de paso. Estamos aquí para construir, no para arrasar. Para aportar luz, no para oscurecer. Para sanar, no para seguir abriendo heridas. Porque al final, Colombia no es el otro. Colombia somos todos.






