
El mal ejemplo —dicen— cunde de arriba hacia abajo. En Colombia, esa máxima parece haberse convertido en licencia para la grosería y el irrespeto. Si el presidente de la República abre el compás del lenguaje soez en un acto público —cuando llamó “HP” al presidente del Congreso—, no debe extrañar que sus subordinados tomen nota y lo reproduzcan. El ministro Armando Benedetti lo hizo con puntualidad: en declaraciones a la W Radio calificó a la magistrada Cristina Lombana, de la Corte Suprema de Justicia, como “loca hijueputa”, “demente” y “delincuente”. La escena no es solo un exabrupto personal; es un síntoma del deterioro del decoro en las altas esferas del poder.
El país aún no sale de su asombro. Más allá del insulto en sí, lo que preocupa es la normalización de una conducta que debería ser inadmisible en cualquier demarcación del Estado. Cuando un alto funcionario se dirige así a una magistrada no solo agrede a una persona —y, en este caso, a una mujer—; ultraja la institución que ella representa: la justicia. El desprecio verbal hacia quien investiga posibles irregularidades del ministro no es un asunto de formas: es un desafío al Estado de derecho y un atentado contra la credibilidad de las instituciones.
La conducta de Benedetti no es nueva ni espontánea. Sus audios, publicados en su momento por Semana, ya habían mostrado un léxico repleto de groserías —“hijueputa”, “mierda”, “no vales verga”— y una manera de concebir la política basada en la descalificación y la imposición verbal. En esas grabaciones lo vimos quejarse de que lo trataban “como una mierda”, insultar con apelativos misóginos y relativizar hechos graves con comparaciones fuera de lugar. Ese diccionario de vulgaridades se ha vuelto, por desgracia, un sello de su personalidad que no pasa desapercibido.
Pero el problema va más allá de la anécdota lingüística. Cuando el lenguaje del poder se degrada, se degrada también la política. Un Estado no se sostiene sobre insultos; se sostiene sobre el respeto, la argumentación y la institucionalidad. Cada palabra soez que proviene de una tribuna oficial erosiona un poco más la confianza ciudadana y abre la puerta a que la sociedad reproduzca ese ruido moral. Si los que mandan reducen la política al grito y la afrenta, no es raro que las prácticas democráticas se contaminen y el debate público pierda altura.

También hay un componente de impunidad que alimenta esta conducta. Benedetti ha sorteado, a lo largo de su carrera, múltiples crisis y escándalos: audios, confrontaciones en el seno del poder, en su entorno familiar y procesos judiciales que, pese a su número, no han logrado apartarlo de la escena pública. Suma investigaciones en la Corte Suprema, un llamado a juicio y una trayectoria que muchos describen como la de un funcionario que siempre cae de pie. Sus enfrentamientos con figuras como Laura Sarabia, alias “chiquito malo” Montealegre o el pastor Saade terminaron, en cada caso, con la salida o el descrédito del otro y la persistencia de Benedetti en su puesto.
Sin embargo, el cerco parece apretarse. Señalamientos como la inclusión en la lista Clinton, cancelación de la visa americana, investigaciones por presunto enriquecimiento ilícito y el reavivamiento de casos como el de Fonade configuran un cóctel que podría poner en jaque su permanencia. No es prudente celebrar por adelantado —la política es porosa y las lealtades cambian—, pero tampoco puede desconocerse que el desgaste acumulado y la multiplicidad de frentes abiertos han reducido la inmunidad hasta ahora proverbial del ministro.
En ese escenario, la pregunta política es inevitable: ¿habrá respuesta institucional efectiva? ¿Le promoverá el Congreso una moción de censura? No parece probable, dadas las dinámicas partidistas e intereses políticos de los aliados del gobierno. Entonces, ¿dónde está la autoridad moral y disciplinaria del Ministerio Público? Doctor Gregorio Eljach, es su turno: demuestre que el cargo no es meramente decorativo. El Ministerio Público tiene la facultad y la obligación de ejercer el control disciplinario frente a una conducta como la del ministro Benedetti, que por su gravedad, amerita medida inmediata de suspensión provisional del cargo— y, en su momento, sanción ejemplar, incluida la destitución.
Cerrar los ojos ante el atropello verbal de un ministro es permitir que el insulto oficial se convierta en pauta. La política necesita reglas y límites; la democracia exige ejemplaridad, aunque ésta incomode a los poderosos. No se trata de censurar la crítica ni de acallar la polémica: se trata de recordar que el poder tiene responsabilidades y que la investidura impone decoro. Si la política se reduce al insulto, terminaremos pagando, todos, la factura del desprestigio institucional.
Al final, la discusión no debe circunscribirse a la persona de Benedetti, sino a la cultura política que lo alimenta. Si queremos un país donde el diálogo y la razón primen sobre la grosería y la ofensa, los remedios deben ser colectivos: sanciones proporcionales, liderazgo con altura y un reencuentro con la ética pública. Porque de nada sirve proclamar el cambio si el cambio es solo un cambio de vocabulario.






